sábado, 12 de octubre de 2019

¿Descubrimiento o encubrimiento de América?


El desembarco de la expedición al mando de Cristóbal Colón en la isla de Guanahani, el 12 de octubre de 1492, marca el inicio de un hecho icónico del período moderno: el “descubrimiento de América”. La efeméride resulta propicia para plantear algunas reflexiones sobre nuestra herencia cultural y las visiones valorativas respecto a las culturas indígenas.



Al llegar a nuestro continente, Cristóbal Colón creyó encontrarse con pueblos sin economía, sin Dios y sin lengua. Foto: Cordon Press

En estos tiempos de reemergencia de los supremacismos blancos y movimientos neonazis, la reflexión sobre nuestra condición de sujetos provenientes de sociedades coloniales y respecto a nuestras híbridas raíces es un ejercicio necesario. Las viejas tensiones raciales y los odios que han provocado múltiples crímenes a lo largo de nuestra historia reviven en la medida en que una creciente masa de población excedente ve frustradas sus posibilidades de concretar las promesas de prosperidad de las sociedades de consumo.

Tras más de 500 años de historia, el genocidio y el etnocidio contra las culturas indígenas siguen su curso. Según las palabras de un autor nacido en la ex metrópoli, el sacerdote Bartomeu Melià, “apenas hemos mañanado después de «nuestro primer día de Colón»”.

Ahora bien, el concepto del descubrimiento de América, tal cual lo presentan los programas escolares oficiales, sugiere la idea de que los habitantes de estas tierras, además de ser “descubiertos”, gracias a los europeos conocieron la civilización, la que según este punto de vista era hasta entonces desconocida.

Sin embargo, cabe preguntarse, siguiendo a Melià, si en lugar de un descubrimiento no se habría producido más bien un encubrimiento. En este sentido, el autor identifica fundamentalmente tres mecanismos de encubrimiento que actuaron como motores de acción y legitimación del sistema colonial: pueblos pobres sin economía, sin Dios y sin lengua a los que era necesario enseñar a producir, orar y hablar.

Según anotó en su diario, en una relación de hechos que se inician el 11 de octubre de 1492, Cristóbal Colón expresa: “En fin, todos tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Y creo que ligeramente se harían cristianos, que me pareció que ninguna secta tenían. Yo, placiendo a nuestro Señor, llevaré aquí al tiempo de mi partida seis a vuestras altezas para que deprendan fablar (aprendan a hablar)”.

Una religión de la palabra

Ante estas tres negaciones o encubrimientos, como primer punto reproduciré un fragmento que refleja el valor de la palabra para los mbyá-guaraní, que forma parte del “Ayvu Rapyta”, una recopilación de cánticos orales realizada por el etnógrafo paraguayo León Cadogan.

"Ñamandu Ru Ete tenondegua/ oyvára peteĩgui,/ oyvárapy mba’ekuaágui,/ okuaararávyma tataendy, tatachina/ ogueromoñemoña.

El verdadero Padre Ñamandu,/ el primero,/ de una pequeña porción de su propia divinidad,/ de la sabiduría contenida en su propia divinidad,/ y en virtud de su sabiduría creadora/ hizo que se engendrasen llamas y tenue neblina.

Oãmyvyma,/ oyvárapy mba’ekuaágui,/ okuaararávyma/ ayvu rapytarã i/ oikuaa ojeupe./ Oyvárapy/ mba’ekuaágui, okua ararávyma,/ ayvu rapyta oguerojera,/ ogueroyvára Ñande Ru./ Yvy oiko’eỹre,/ pytũ yma mbytére,/ mba’e jekuaa’eỹre,/ ayvu rapytarã i oguerojera,/ ogueroyvára Ñamandu Ru Ete tenondegua.

Habiéndose erguido,/ de la sabiduría contenida en su propia divinidad,/ y en virtud de su sabiduría creadora,/ concibió el origen del lenguaje humano./ De la sabiduría contenida en su propia divinidad,/ y en virtud de su sabiduría creadora,/ creó nuestro Padre el fundamento del lenguaje humano/ e hizo que formara parte de su propia divinidad./ Antes de existir la tierra,/ en medio de las tinieblas primigenias,/ antes de tenerse conocimiento de las cosas,/ creó aquello que sería el fundamento del lenguaje humano/ e hizo el verdadero Primer Padre Ñamandú que formara parte de su propia/ divinidad".


Los pueblos guaraníes han desarrollado un profundo sentido religioso que ha consagrado a la palabra como principio creador. Foto: Amadeo Velázquez

¿Pueblos sin lengua, sin Dios? Y también se ha dicho que eran “pobres de todo”, lo cual contrasta con el relato de muchos viajeros que han notado, por el contrario, una “divina abundancia”, tal cual refirió Ulrico Schmidl, un viajero y cronista alemán que llegó al Río de la Plata en 1535. Pero la negación de la existencia de una economía indígena deriva no precisamente de la falta o escasez de bienes, sino del hecho de que el colonizador no concebía definir como economía un sistema distinto al basado en el intercambio motivado por el lucro. En cambio, los estudios de las formas de vida de los grupos humanos permitieron la identificación entre los indígenas de una economía de la reciprocidad.

Según la define el antropólogo norteamericano Conrad Kottak, “con la reciprocidad generalizada, alguien da a otra persona y no espera nada en concreto o inmediato a cambio (…). Las personas comparten rutinariamente las cosas con los restantes miembros de la banda. (…) Tan fuerte es la ética del compartir recíproco que la mayoría de los forrajeros carecen de una expresión de «gracias». Dar las gracias sería desconsiderado porque implicaría que un determinado acto de compartir, que es la piedra angular de la sociedad igualitaria, era inusual”. (La palabra guaraní “aguyje” se traduce corrientemente como “gracias”, pero su verdadero significado es “plenitud”, que se aplica tanto a la maduración de los frutos como a la realización espiritual. En los contextos de intercambio, al decir “aguyje” no se estaba diciendo “gracias”, sino expresando un deseo de plenitud y de que los frutos maduren para el convite).

La reciprocidad se basa en el principio económico de que el grupo que pasa por un período de abundancia comparte sus bienes con los demás miembros de la comunidad o de otros pueblos, pues en el futuro podría pasar escasez o tener malas cosechas, por lo que en este caso le correspondería recibir. Es decir, se trata de una estrategia de adaptación ante los sucesivos y siempre cambiantes ciclos de abundancia y escasez.

Civilización y barbarie

Por otro lado, veamos ahora algunos datos que nos proporcionan las ciencias arqueológicas a fin de demostrar el alto grado de desarrollo al que llegaron las culturas precolombinas que nos han legado pruebas materiales de sus modos de vida. Con esto no se pretende privilegiar el patrimonio material por sobre el intangible, pues considero que ambos son igualmente valorables e inconmensurables entre sí, sino más bien problematizar la visión de la historia que presenta a los colonizadores como precursores de la civilización en nuestro continente. Esta visión se ha impuesto a través del retrato estereotipado de la población autóctona como seres que vivían en estado de barbarie y ajenos a las grandes realizaciones humanas.

Esta visión eurocéntrica no se reduce a grupos conservadores o racistas, sino que incluso referentes del pensamiento progresista han sucumbido a la tentación de los sesgos etnocéntricos. Así, Friedrich Engels, en “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”, establece una jerarquía del proceso de evolución sociocultural resumida en tres estadios: el salvajismo, la barbarie y la civilización. Partiendo de datos etnográficos expuestos en la “Sociedad Primitiva” de Lewis Morgan, Engels ubica a los incas de la época de la conquista en el estado medio de la barbarie, etapa que, según él, no habrían de superar sino con la llegada de los europeos.

No obstante, los grandes avances alcanzados en materia etnográfica y arqueológica han aportado nuevas luces para aproximarnos a las culturas precolombinas desde una nueva mirada. Por ejemplo, el Machu Picchu fue “descubierto” recién en 1911, aunque se presume que los españoles habrían llegado al lugar hacia 1570 y habrían sido responsables del saqueo e incendio del Torreón del Templo del Sol.


Sitio arqueológico del Machu Picchu, Perú. Foto: Google Earth

Si nos atenemos a las evidencias materiales de los restos que perviven en las montañas de la región del Cusco, Perú, podemos caer en la cuenta de que sus antiguos pobladores ya habían entrado al período de la civilización, que poseían una técnica avanzada en materia de arquitectura, matemáticas, con rigurosos cálculos de los ciclos agrícolas basados en conocimientos de astronomía y complejos instrumentos de documentación y cálculo como los quipus. Estos consistían en una serie de nudos mediante los cuales se realizaban operaciones aritméticas y que, según algunos autores, contienen datos no solo numéricos, sino hasta relatos histórico-literarios. Sin embargo, gran parte de su contenido se desconoce, pues hasta ahora solo se han podido descifrar los nudos más sencillos.

El viejo y el nuevo continente

La legitimación de los crímenes perpetrados durante el proceso de colonización se refuerza diariamente con expresiones muchas veces inconscientes y que pueden parecer inocentes, pero que de ningún modo lo son. Me referiré en este caso a la discutible distinción entre “nuevo y viejo continente”.

Las primeras manifestaciones de la cultura maya datan aproximadamente del 1.500 antes de nuestra era (ANE) –otras hipótesis la fechan en el 3.000 ANE–, en el llamado período preclásico. Durante su formación reciben influencia de otras culturas que habían ocupado la zona de Mesoamérica como los olmecas, zapotecas y teotihuacanos.

Todo este sustrato y herencia cultural de pueblos anteriores contribuyeron para llegar al apogeo experimentado durante el período clásico (200-900 de nuestra era, NE). Esta fue la época de las pirámides, de la elaboración de los calendarios astronómicos, mucho más perfectos y precisos con relación al gregoriano, que es el que utilizamos actualmente y que data del siglo XVI. Como sabemos, la distribución del tiempo en este es totalmente arbitraria, pues cuenta con días de 28, 30 y 31 días, y cada cuatro años uno de 29 días.

El Caracol o El observatorio, ubicado en la Península del Yucatán, México. Foto: mexicodestinos.com
 Por el contrario, el calendario de las trece lunas refleja el gran avance al que llegaron los mayas en las ciencias matemáticas y astronómicas, pues estaba conformado por un período de trece meses de 28 días, que así suman 364, más uno, considerado como el día fuera del tiempo. Esto nos muestra que hasta tuvieron en cuenta la rotación elíptica, y no circular, de los astros, pues manejaron ese período excedente que no permite cerrar con un círculo perfecto el cálculo del tiempo, dado que no existe una exacta correspondencia entre el año solar y la duración de los días debido a los solsticios y equinoccios. Si utilizamos como equivalente nuestro calendario, cada ciclo se iniciaba el 26 de julio y terminaba el 24 de julio del año siguiente. El año nuevo de los mayas estaba marcado el 25 de julio, que tomaba como referencia la alineación del Sol, la estrella Sirio y la Tierra.

Entre el primer viaje de Colón y el apogeo de la cultura maya existen aproximadamente 1.000 años de historia, por lo que marcar el inicio de la civilización de este continente a partir de la llegada de los europeos es un hecho que no se corresponde en absoluto con las evidencias que nos proporcionan los restos arqueológicos del Chichén Itzá, Tikal, Uxmal, Copán, Palenque, entre otros.
En esta última pirámide se encuentra el Templo de las Inscripciones, de cuya existencia nos enteramos recién en 1952. En el subsuelo se halló un sarcófago que, según las referencias halladas, corresponde al rey Pacal Votan, quien habría vivido hacia el 600 NE. Sobre el bloque lítico se despliega una serie de ideogramas, entre ellos uno conocido como “El astronauta”, que en gran parte no han sido descifrados, al igual que los pocos códices que sobrevivieron a la quema de la Inquisición colonial.

Así podríamos seguir citando otras construcciones que funcionaron como observatorios astronómicos y otros grandes logros que en varios aspectos aventajaban los conocimientos que por entonces poseían los “civilizadores”. Y a juzgar por las evidencias, esta labor está aún lejos de concluir, pues hasta nuestros días se siguen “descubriendo” nuevos restos arqueológicos que nos revelan lo incipiente de nuestros conocimientos al respecto.


A modo de conclusión cabe acotar que a lo largo de estas líneas no se pretendió negar el cambio y el tráfico cultural, algo por lo demás inútil desde el momento mismo en que escribo en español. De todos modos, el ejercicio crítico no resultará superfluo mientras Cristóbal Colón sea homenajeado con nombres de calles y monumentos, en tanto que la palabra ava o indio se utilice como insulto.

Bibliografía:

Cadogan, León (1997) Ayvu Rapyta. Textos Míticos de los Mbyá-Guaraní del Guairá. Asunción: Ceaduc.

Guzmán Roca, Luis (2005) Mitología Maya. Buenos Aires: Gradifco.

Kauffmann, Federico (1971) Arqueología Peruana. Lima: Peisa.

Kottak, Conrad Phillip (2003) Espejo para la humanidad. Introducción a la Antropología Cultural. McGraw-Hill: Madrid.

Melià, Bartomeu y Dominique Temple (2004) El don, la venganza y otras formas de economía guaraní. Asunción: CEPAG.