El
29 de julio de 1899, pocos meses después de que sus padres
australianos llegaran al Paraguay, nació en Asunción León Cadogan,
el investigador que más luces aportó al conocimiento de la cultura
guaraní. A 120 años de su nacimiento lo recordamos en este artículo.
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León
Cadogan fue iniciado en las tradiciones
esotéricas
de los mbyá y bautizado bajo el nombre de Tupã Kuchuvi Veve (Internet).
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Entre la
vasta obra de Cadogan, tanto en volumen como en importancia, se
destaca sin duda como la más emblemática el “Ayvu Rapyta”,
publicada primeramente en 1946 por fragmentos en la Revista de la
Sociedad Científica del Paraguay.
Esta
compilación de relatos orales de los mbyá-guaraní le valdría a
León Cadogan convertirse en el más eminente etnógrafo de la
cultura guaraní, pues nadie como él hasta ahora logró reunir
documentos de grupos étnicos que conservaron su autonomía a tal
punto que no registran prácticamente huellas de sincretismo ni
asimilación de elementos extraños. Además de su prolífica labor
de recopilación y traducción de un guaraní ajeno al común de los
profanos, acompañó sus trabajos de notas lexicológicas sumamente
reveladoras y sin cuya asistencia sería prácticamente imposible
aproximarse al sentido esencial de la cosmogonía indígena.
Filólogo,
lexicógrafo y antropólogo autodidacta, su profuso aporte ha sido
ampliamente destacado y utilizado como marco referencial por
prominentes investigadores como Claude Lévi-Strauss, Pierre
Clastres, Alfred Métraux y Egon Shaden. A este último se debe la
publicación como libro del “Ayvu Rapyta” en una edición
patrocinada por la Universidad de São Paulo.
Aunque
Cadogan haya colaborado en las revistas científicas más importantes
de su época, como Anthropos de Austria o América Indígena de
México, su mayor aporte y lo que le otorgó notable visibilidad en
los círculos académicos internacionales fue la publicación de los
anales religiosos de los mbyá del Guairá.
Si bien sus
trabajos siguen siendo referencia insoslayable para cualquier tipo de
aproximación científica a la lengua y mitología de los indígenas
del Paraguay, ese corpus diseminado en publicaciones de todo el mundo
asume en ciertos pasajes las características narrativas de una
vivencia espiritual no reductible al mero academicismo.
La
particularidad de su obra radica en que Cadogan recibió de sus
informantes las tradiciones religiosas, conocidas como las ñe’ê
porã tenonde (primeras palabras hermosas), a manera de un don, como
una muestra de gratitud, en retribución a las gestiones que
realizara para obtener la liberación de un nativo detenido por haber
aplicado el principio del “ejovia va’erã teko awy” (debe
purgarse la afrenta), ante los atropellos y atrocidades de los que
hasta la actualidad son objeto los indígenas en un país donde, como
sentenció alguna vez Juan Francisco Recalde, traductor de las obras
de Kurt Nimuendaju, “matar indios no es delito”.
El etnógrafo y la sociedad
Cadogan no
fue un coleccionista de curiosidades “primitivas”, sino un
entusiasta y vehemente defensor de esos “parias en su propia
tierra”, como solía apuntar en los textos de denuncia ante la
explotación y el despojo al que sistemáticamente era y sigue siendo
sometida la población nativa. En este caso, el etnógrafo, en lugar
de limitarse al levantamiento de datos en un pueblo investigado, se
integra al círculo de la reciprocidad hasta fundirse en la serie de
palabras que componen el himno sagrado.
El conjunto
de la obra de Cadogan no constituye una arqueología de la oralidad
llevada a cabo por un aséptico e impersonal antropólogo encerrado
en las barreras del método científico, sino el testimonio de la
reducción de un occidental a los misterios de la religión indígena,
producto de un saber revelado en los rituales dirigidos al principio
creador, Ñamandu Ru Ete Tenondegua, figura arquetípica que por la
vía de la emanación se manifiesta hacia el exterior creando y
surgiendo de su propio cuerpo.
Este
episodio del génesis mbyá consignado en el capítulo I del “Ayvu
Rapyta”, titulado Maino’i reko ypykue (Las primitivas costumbres
del colibrí), es uno de los capítulos más inspirados de la
filosofía panteísta, más aún considerando que podemos leerlo en
el idioma original y transcripto por un antropólogo comprometido con
su labor, en oposición a los misioneros católicos, puestos al
servicio de la expansión de la ideología religiosa del imperialismo
europeo y que en tal propósito desvirtuaron muchos elementos del
sentido de la lengua.
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Portada
del “Ayvu Rapyta”, transcripción y traducción de tradiciones
orales de los mbyá del Guairá.
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Ahora bien, si hasta ahora la historia del choque entre los dos mundos ha privilegiado el punto de vista de la occidentalización de las sociedades vernáculas, casos paradigmáticos como este en los que se verifica el fenómeno contrario ciertamente desconcertarán a no pocos exponentes de la “modernidad y la civilización”. Esto debido a sus respectivas miradas teóricas incapaces de dar cuenta de la diversidad de las experiencias culturales humanas, esquematizando estas en principios generales y englobándolas como si estuvieran determinadas a cumplir un designio universal.
Esta
limitación de orden epistemológico es extensible a una gran
variedad de los instrumentos teóricos que utiliza la metrópoli para
calificar al resto del mundo. Sobre este punto, el escritor mexicano
Octavio Paz, en el prólogo a “Las
enseñanzas de don Juan” de Carlos Castaneda, propone
el concepto de antiantropología como negación o superación de la
acción etnográfica en sentido tradicional, transformando el eje de
las relaciones sujeto-objeto, pero también el de la antropología en
otro tipo de conocimiento.
En este caso, las relaciones del
antropólogo como sujeto de estudio y una etnia determinada como
objeto estudiado se suprimieron para dar lugar a un vínculo en el
que el investigador fue asimilado hasta convertirse en aprendiz de
payé y el oporaíva (cantor, dirigente espiritual de la tribu) en
maestro que guía el aprendizaje. Según el análisis del escritor
mexicano, esta relación implica la derrota de la antropología y el
triunfo de la magia.
En análogo
sentido se expresa el antropólogo Miguel Alberto Bartolomé, quien
sostiene que la práctica etnográfica estará impregnada de
componentes afectivos en tanto ese observador-investigador renuncie a
la quimera de la neutralidad y asuma que no está tratando con
pueblos-objeto, sino con personas, y que una investigación
auténticamente participante implica vivir y sentir desde dentro las
costumbres y los vínculos desde una posición de alteridad, desde la
capacidad de asumirse en el lugar de ese Otro cultural. Por ello,
este autor también rechaza la terminología de “informante” para
referirse a los miembros de una determinada comunidad que aportan
datos al investigador sobre su propia cultura y a quienes considera
más bien como “interlocutores de
las sociedades a las que interroga”, según consigna en su
ensayo “En defensa de la
etnografía”.
En este
mismo artículo menciona otras transformaciones que se deben dar en
el marco de la acción antropológica como la inversión de la
narración etnográfica. Esto es, en lugar de hablar sobre los indios
emprender el esfuerzo de tratar de hablar con y para esos mismos
indios. Esta necesaria transformación se ve, a su vez, forzada por
el hecho de que cada vez más el trabajo antropológico será leído
y criticado por quienes hasta ahora no eran sino objetos de estudio,
fenómeno que el autor define como reversión social de la
información.
El investigador iniciado
Cadogan fue adoptado por los mbyá-guaraní como “miembro genuino del asiento de los fogones” e iniciado en las tradiciones de los Jeguakáva tenonde porãngue i (endonimia de los mbyá, que significa “los primeros elegidos que han portado el hermoso adorno de plumas”) bajo el nombre de Tupã Kuchuvi Veve (agente del genio tutelar de las aguas y el trueno que en forma de torbellino pasa volando espantando a los duendes portadores del pochy), por lo que su obra es la semblanza de una conversión más que una mera investigación etnográfica.
De hecho,
Cadogan nunca realizó estudios especializados de antropología. En
una entrevista realizada por el diario La Tribuna en 1969, al ser
consultado sobre su formación académica, con esa ironía ingeniosa
que caracteriza a sus “Memorias”
respondió que él se graduó de doctor en arandu ka’aty (sabiduría
de la selva). El propio Karoga, como lo llamaban sus amigos mbyá, en
varias ocasiones señaló que los principales maestros de su vida
fueron los místicos de la selva, los sabios que recibían las
palabras inspiradas de la llama y la tenue neblina que se depositaban
en el adorno de plumas.
Lo sagrado y lo profano
Por otro
lado, tampoco hay que ocultar los conflictos y disputas internas que
suscitaron la publicación y traducción de los cánticos sagrados a
fin de dimensionar el sentido de responsabilidad que implica la
investigación científica de los grupos humanos. Los indígenas
conservan, en mayor o menor medida y aunque la tendencia haya cedido,
una valoración esotérica de sus tradiciones, y el hecho de
divulgarlas constituyó una violación frontal a su código de ética.
Esta
circunstancia puede ser abordada desde una doble matriz. Según la
nomenclatura conceptual de la etnografía, existen dos enfoques para
medir las percepciones en un contexto de investigación, emic y etic.
Desde una perspectiva emic (desde dentro), efectivamente se podría
impugnar las consecuencias éticas de su trabajo al haber divulgado
las ñe’ê porã tenonde a extraños, cuando que el conocimiento de
las mismas debe circunscribirse a un ámbito restringido y solo a los
que gozan de la plena confianza de la comunidad. El mismo Cadogan
menciona que luego de haber difundido al público las palabras que le
fueron reveladas algunos miembros de la comunidad se negaban incluso
a responder sus preguntas sobre nominación botánica.
Desde una
perspectiva etic (desde afuera: el investigador y la sociedad
envolvente), el aporte de Cadogan resulta invaluable en cuanto a los
datos que proporciona a fin de obtener un conocimiento más acabado
de la mitología guaranítica al tiempo que contribuye a restituir a
los nativos, al menos en parte, su dignidad achacada durante más de
cinco siglos de explotación colonial. Sus investigaciones nos
muestran que la lengua nativa, lejos de ser pobre e incapaz de
transmitir conceptos mínimamente elaborados, es de una belleza y
profundidad extraordinarias. La pérdida de estas narraciones orales
sobre el fundamento del lenguaje humano hubiera implicado una
verdadera catástrofe cultural.
En
suma, la obra de Cadogan es una reconfiguración del tratado
etnográfico en sentido tradicional y, más allá de su rigurosidad
en materia lingüística y antropológica, encierra un alto
componente de aprendizaje iniciático. Además de ello, es una
invitación a dialogar de manera más abierta y sincera con ese Otro
cultural que nuestros ideales de modernidad se empeñan en destruir.