Este domingo en horas de la noche se dio a conocer una noticia que enlutó a
toda la literatura latinoamericana y al periodismo cultural de alto vuelo: el
escritor argentino Juan Forn murió de un infarto a los 61 años.
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Foto: Leandro Teysseire. |
Mientras tecleaba distraídamente y sin ganas unas letras sin sentido, el
domingo por la noche recibí el mensaje de un amigo con una noticia que me dejó desconcertado:
falleció Juan Forn, quien con sus contratapas de los viernes en el diario
Página 12 de Buenos Aires se había vuelto para muchos de nosotros un escritor
de culto.
Rápidamente me puse a hurgar en mi bandeja de entrada hasta que encontré su
respuesta a una nota en su homenaje que escribí luego de que años atrás haya anunciado
(falsamente, tal como lo predije) que ya no escribiría sus contratapas de los
viernes.
“paulo,
ando preparando un tomo 4 de los viernes, con material que escribí después
del tomo 3 o que quedó afuera de los otros tres tomos.
y acaba de salir un tocho de casi 400 pgs llamado "la tierra
elegida" donde están las notas largas (a veces interminables) que escribí
para radar.
no estoy apareciendo los viernes porque el trabajo para la colección que
estoy dirigiendo en tusquets me tiene completamente tomado (por ejemplo ahora
estoy traduciendo a scott fitzgerald). pero calculo que de tanto en tanto
seguiré sacando alguna nota, o en la contratapa del diario o en radar.
te mando un abrazo fuerte y gracias de nuevo por tu hermosa nota”, decía
textualmente su mail, el cual denota en su apurada ortografía que a pesar de su
febril actividad se permitió quemar unos minutos de su tiempo para responder a
un fanático y encima honrarle con un preciado regalo.
Como archivo adjunto me obsequiaba “La tierra elegida”, el cual me puse a
devorar con premura como un lobo hambriento que apura las dentelladas a su
presa antes de que llegue el resto de la manada. Pero más allá de sus notas
largas (a veces interminables, como él mismo lo dice) y sus novelas,
impregnadas de un irredimible tono autobiográfico, lo que lo consagró ante el
público fueron sus contratapas de los viernes.
La última de ellas había salido apenas el pasado viernes 18 de junio bajo
el título de “Homero en los Balcanes” y hablaba de uno de los grandes misterios
de la literatura, el origen de la poesía oral, su forma de creación y
transmisión, un tema que abordo precisamente en un pequeño ensayo sobre los
contadores de historias de la comunidad tomárãho
del Chaco paraguayo. Entre mis tantos proyectos truncados por la pandemia
quedó pendiente, ahora para siempre, mi peregrinación en bicicleta hasta Villa
Gesell para llevarte una copia y charlar, entre tantas otras cosas, de eso mismo
que hablás en tu última contratapa de hace apenas unos días.
Perdón por tan poco, pero ningún homenaje podría llegar siquiera asomarse a
la inmensidad de tu legado. Quizá la mejor forma de celebrarte sea simplemente
leerte, que es a lo que precisamente me ocuparé en
las siguientes noches, especialmente cuando esté poseído por el fantasma del
insomnio. Me pondré a buscar tus crónicas viejas tratando vanamente de conciliar
el sueño. En “El mal dormir” recordás que tu abuela decía que el sueño es una
comunión con los otros, por lo que cuando te escuchaba dar vueltas y vueltas en
la cama sin poder dormir te decía: “Dormite, así te juntás con los demás”.
En
“Remedio contra el insomnio” relatás un episodio de Man Ray, que luego de
probar todo tipo de somníferos logró conciliar el sueño siguiendo el consejo
del periodista y explorador norteamericano William Seabrook, quien había
escrito sobre rituales caníbales que había presenciado en sus expediciones al
África. (Para demostrar la veracidad de sus relatos había ofrecido a sus
comensales surrealistas carne humana cocinada por él mismo). Su recomendación
fue que duerma con una pistola cargada debajo de la almohada. El artificio
surtió efecto y a modo de agradecimiento Man Ray ofreció retratarlo. En ese
apartamento de París de los años treinta sucedieron otras tantas cosas
extrañas.
Si
en sus contratapas Forn se dedica a contarnos la historia de otros, sus novelas
son esencialmente autobiográficas. En “María Domecq” narra sobre los dos comas que
sufrió y la cercanía con que contempló el rostro de la muerte luego de años
viviendo el vértigo de la Buenos Aires de los noventa. Esta breve pero
maratónica novela transita desde una extraña fabulación sobre la ópera “Madame
Butterfly” de Giacomo Puccini, la semana trágica de 1919, la bomba atómica de
Nagasaky, la Guerra de la Triple Alianza (llamada Guerra del Paraguay por los
argentinos) y una comunidad utopista del Brasil.
Finalmente
disuadido por el último de sus “cracks”, abandonó la capital argentina. Su
proceso de recuperación consistió en adoptar una vida sosegada a la
orilla del mar en Villa Gesell, al este de la provincia de Buenos Aires. Su
médico, tras ocho minutos de detenerse a examinarlo antes de proseguir su
recorrido, diagnosticó que, a diferencia del 95% de los demás casos, su
pancreatitis no había sido causada ni por piedras en la vesícula, ni por el
alcohol ni por la cocaína, sino por el estrés. El alejamiento de la vida disipada también lo alejó de la ficción y se decidió por contar
vidas reales de otros.
Una
vez escribí un relato en su homenaje, que casi diez años después puedo decir
que es un cuento muy malo (hablo del mío, por supuesto). Considero que Forn lo
valoró porque cayó en la cuenta de que yo había entendido el trasfondo de la
historia y que, más aún, la había vivido. “Gracias loquito”, fue su respuesta.
Ese cuento era un tributo homónimo a “El karma de ciertas chicas”, incluido en
su libro “Nadar de noche”. El cuento que da título y cierra el volumen narra un
encuentro con su padre, al borde de una piscina de una casa prestada, cuatro
años después de su muerte.
Entre
sus protagonistas se destacan los artistas y científicos locos, excéntricos,
purgados políticos y parias. Para Forn vida y obra son indisociables y como
hombre del siglo XX este es el periodo al que dedica su escritura. Uno de sus
escenarios preferidos es la Segunda Guerra.
En
él desfilan, entre otros, polacos, judíos y comunistas –algunos de ellos
encarnando esta triple condición al mismo tiempo– durante la ocupación alemana
o la Unión Soviética de Stalin. Uno de sus tantos poetas suicidas, Ossip
Mandelstam, escribió un “Epigrama contra Stalin” luego de que este haya mandado
retratarse leyendo un libro.
Pero
había un detalle que había pasado inadvertido para la mayoría: el hombre de acero
necesitaba seguir con los dedos las líneas a medida que iba leyendo. “Tus bigotes de
cucaracha, tus dedos como gordos gusanos”, rezaba parte del epíteto.
Boris
Pasternak le contestó diciéndole que “eso no es un poema, sino una sentencia de
muerte en dieciséis versos”. Cuentan que Mandelstam en su destierro siberiano
aceptó su suerte como si nada y que incluso a menudo decía que no había que
quejarse: “Vivimos en el único país que respeta la poesía; matan por ella”.
Forn
es un eminente olfato literario, un avezado cazador de historias. En un momento
no se la aguanta alardear de ello y hace referencia a un pasaje del libro de
Bioy Casares sobre su amistad con Jorge Luis Borges, que según sostiene nadie
como él pudo pescar o animarse a citar. Borges, durante un sueño, tuvo una
revelación. “La más clara prueba de que Dios no existe es el acto de cagar. La
persona que descubra un modo de sustituir el papel higiénico se hará rica.
Entonces verán nuestra época como increíble y bárbara. Dirán: se pasaban papel
por el culo y se ensuciaban la mano, qué gente sin Dios”.

Citando
al escritor serbio Danilo Kis, Forn define sus crónicas bajo el principio de
que lo lindo –o lo maravilloso– de la poesía es que parece que habla de quien
lee. “El que lee siente que habla de él. Si uno consigue eso en la prosa ya
recorrió el camino, ya cruzó la parte más difícil. Y yo lo que trato de hacer
con esas historias, a mí me parece que la razón por la que funcionan, es por
eso. Algo pasa ahí que el lector siente una especie de comunión”, dice en una entrevista.
Y efectivamente lo logró.
Cuando
anunció su falso retiro, dijo que lo hacía para no “automatizar el recurso”, para
no abusar y caer en lugares comunes. Ya sea a través de la narración de sucesos
tan similares a los que hemos vivido o reseñando autores que nos han
tocado hasta la última fibra, Forn hace poesía en prosa abarcando varios
géneros, desde el periodismo, la historia y la semblanza biográfica,
construyendo siempre una complicidad con el lector, una comunión a través de
ese re-conocer(se) a través de un libro o fragmento que nos caló hondo y al
cabo de pocos días, cuando a duras penas se nos está pasando el efecto, vemos esa
misma obra o verso o párrafo o historia en alguna de sus contratapas.
Si
tengo que hacer un podio de sus “contras”, me juego por las crónicas sobre los
novelistas japoneses Kenzaburo Oé, Yasunari Kawabata y el músico norteamericano
de origen mexicano Sixto Rodríguez, cuya inspiradora historia es contada en el
documental “Searching for Sugar Man”. El director de la celebrada biopic, el
sueco Malik Bendjelloul, meses después de ganar el Oscar al mejor documental en
el 2013 terminó arrojándose a las vías de un tren abrumado por el éxito de su película
y cayendo en la cuenta de que tal vez nunca podría superar su ópera prima.
Esta
vez sus fanáticos sí estamos de luto y su anunciado retiro se ha vuelto una fría
realidad. Pero además del inmenso pandemónium de la web que nos permite revivir
sus crónicas, con seguridad se sucederán sendas ediciones y reediciones de sus
contratapas compiladas en gordos tomos que desatarán una cacería por hacerse
con un ejemplar o toda la colección de “Los Viernes”.
Es
de esperar ahora que entre la pila de papeles amarillentos, en el fondo de
algún viejo baúl cubierto de polvo, nos haya heredado un interminable testamento
que pueda cubrir al menos en parte esa enorme vacancia que queda los días
viernes. Estos, sin duda, nunca volverán a ser los mismos.