Esta es la historia de un mago del fútbol que, tras los sucesos de una mañana de domingo, despertó varios meses después en un mundo distinto al que había vivido hasta entonces.
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Miguel Antoliano Chávez, alias Cayé, un cultor del arte del fútbol.
Hábil con la pelota, en la
corrida y de un salto impecable a pesar de su baja estatura. Amague, chuleo,
velocidad, fuerza y definición. Presencié su magia y sufrí sus goles tantas
veces en nuestra entrañable canchita de yvyku’i del barrio Gloria María de
Villa Elisa. Muchos no dejamos de preguntarnos qué hubiera sido de él si
aquella mañana la sucesión de hechos se hubiera encadenado de otra manera.
Fue a principios del año 2002. Tenía poco más de 20 años y jugaba en la reserva de club Sol de América. Según recuerda uno de sus compañeros, Remi, el equipo de Primera iba mal y la amenaza del descenso hizo que el DT se viera forzado a empezar a mover las piezas. Estaba casi cantado que sería llamado a jugar en el plantel principal. Aquel domingo tenían planeado ir a un paseo a Piribebuy que era organizado por su equipo del torneo de la plaza Acosta Ñu, Las Palmas.
Sin embargo, andaban algo
cortos de plata, por lo que decidieron quedarse. Ni siquiera un golpe de suerte
de último momento varió la decisión. El sábado Remi ganó 500.000 guaraníes
jugando a la quiniela, pero los planes del paseo ya fueron cancelados. No
obstante, el premio ganado bien valía una celebración y esta se extendió ya
bien entrada la madrugada.
Aquella mañana el sol encendía
la tierra colorada exacerbando los vapores de la noche anterior. En esa jornada
dominguera jugaban Málaga versus Sport Selvita, el clásico de ese coliseo
natural formado en la cúspide de una meseta enclavada entre profundas zanjas
formadas por los raudales.
A pesar de la resaca de su
máxima estrella, su equipo logró arrancar al menos un empate 1-1. Terminado el
partido, reciben una oferta extra. Prometen pagarles un cierto dinero
dependiendo del resultado para disputar un partido de otro torneo en la cancha
de Coronel Martínez, en el vecino barrio de Ypatí, a menos de cinco minutos de
donde estaban.
Deben salir rápidamente porque el partido empezaba en 20 minutos. Un Hyundai rojo del año estaba aguardando. El auto no arrancaba. Un primer presagio se hacía sentir. Alguien se acercó para ayudar, alzó el capó y advirtió que un cable que va a la batería estaba desconectado. Solucionado el percance, suben todos al auto.
El conductor, un tal Choko, había prolongado la fiesta de la noche del sábado y pasada la media mañana del domingo seguía sin dormir. A su lado se sentó una chica. En el asiento de atrás se acomodó primero Fredy, detrás del acompañante tomó un lugar Remi y Cayé se ubicó en el medio. Esta sería su condena.
–Acá a la derecha bajeá para
irnos a la cancha, dirige Remi.
–No, vamos a arribar a cargar
combustible, retruca el conductor.
–Llevame nomás a mi casa, voy
a dormir –pide finalmente Cayé, quizá súbitamente alertado por una corazonada
tras el anuncio de que desviarían el camino.
El auto subió la calle José
Asunción Flores hasta Américo Picco. Al tomar la doble avenida empezó a picar y
picar. A apenas una cuadra de la curva de Sol de Mayo el chofer no daba señales
de disminuir la marcha para girar. Remi echó un ojo al velocímetro y observó
con pavor que iban a 170 km/h en rumbo directo a la muralla que bordea la
esquina de la pollería. El conductor apenas atinaba a bambolear la cabeza en
medio de su ebria somnolencia.
Milésimas de segundos después
de los gritos desesperados para despertarlo, todo se puso oscuro. A Remi ya lo
habían cubierto con una sábana blanca dándolo por muerto. No recuerda nada del
momento del choque. Solo despertó en el hospital con la cabeza vendada. Cayé
salió despedido a través del parabrisas y su cabeza se estrelló contra la
columna de cemento reduciendo a polvo una fracción de su cráneo. Pasó seis
meses en terapia intensiva y muchas cosas cambiaron desde entonces.
-Qué hubiera pasado o dónde
estaría hoy si aquella mañana las cosas hubieran ocurrido de otro modo –me
pregunto a menudo. Muchos otros que también lo vieron jugar con seguridad se
preguntarán lo mismo.
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La excancha de Mangoty,
ahora reducida a un baldío con cercas.