El desembarco de la
expedición al mando de Cristóbal Colón en la isla de Guanahani, el
12 de octubre de 1492, marca el inicio de un hecho icónico del
período moderno: el “descubrimiento de América”. La efeméride
resulta propicia para plantear algunas reflexiones sobre nuestra
herencia cultural y las visiones valorativas respecto a las culturas
indígenas.
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Al
llegar a nuestro continente, Cristóbal Colón creyó encontrarse con
pueblos sin economía, sin Dios y sin lengua. Foto: Cordon Press
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En
estos tiempos de reemergencia de los supremacismos blancos y
movimientos neonazis, la reflexión sobre nuestra condición de
sujetos provenientes de sociedades coloniales y respecto a nuestras
híbridas raíces es un ejercicio necesario. Las viejas tensiones
raciales y los odios que han provocado múltiples crímenes a lo
largo de nuestra historia reviven en la medida en que una creciente
masa de población excedente ve frustradas sus posibilidades de
concretar las promesas de prosperidad de las sociedades de consumo.
Tras
más de 500 años de historia, el genocidio y el etnocidio contra las
culturas indígenas siguen su curso. Según las palabras de un autor
nacido en la ex metrópoli, el sacerdote Bartomeu Melià, “apenas
hemos mañanado después de «nuestro
primer día de Colón»”.
Ahora
bien, el concepto del descubrimiento de América, tal cual lo
presentan los programas escolares oficiales, sugiere la idea de que
los habitantes de estas tierras, además de ser “descubiertos”,
gracias a los europeos conocieron la civilización, la que según
este punto de vista era hasta entonces desconocida.
Sin
embargo, cabe preguntarse, siguiendo a Melià, si en lugar de un
descubrimiento no se habría producido más bien un encubrimiento. En
este sentido, el autor identifica fundamentalmente tres mecanismos de
encubrimiento que actuaron como motores de acción y legitimación
del sistema colonial: pueblos pobres sin economía, sin Dios y sin
lengua a los que era necesario enseñar a producir, orar y hablar.
Según
anotó en su diario, en una relación de hechos que se inician el 11
de octubre de 1492, Cristóbal Colón expresa: “En fin, todos
tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, mas me
pareció que era gente muy pobre de todo.
Y creo que ligeramente se harían cristianos, que me pareció que
ninguna secta tenían. Yo,
placiendo a nuestro Señor, llevaré aquí al tiempo de mi partida
seis a vuestras altezas para que deprendan fablar (aprendan
a hablar)”.
Una religión de la palabra
Ante
estas tres negaciones o encubrimientos, como primer punto reproduciré
un fragmento que refleja el valor de la palabra para los
mbyá-guaraní, que forma parte del “Ayvu Rapyta”, una
recopilación de cánticos orales realizada por el etnógrafo
paraguayo León Cadogan.
"Ñamandu Ru Ete tenondegua/ oyvára peteĩgui,/ oyvárapy mba’ekuaágui,/ okuaararávyma tataendy, tatachina/ ogueromoñemoña.
El
verdadero Padre Ñamandu,/ el primero,/ de una pequeña porción de
su propia divinidad,/ de la sabiduría contenida en su propia
divinidad,/ y en virtud de su sabiduría creadora/ hizo que se
engendrasen llamas y tenue neblina.
Oãmyvyma,/
oyvárapy mba’ekuaágui,/ okuaararávyma/ ayvu rapytarã i/ oikuaa
ojeupe./ Oyvárapy/ mba’ekuaágui, okua ararávyma,/ ayvu rapyta
oguerojera,/ ogueroyvára Ñande Ru./ Yvy oiko’eỹre,/ pytũ yma
mbytére,/ mba’e jekuaa’eỹre,/ ayvu rapytarã i oguerojera,/
ogueroyvára Ñamandu Ru Ete tenondegua.
Habiéndose
erguido,/ de la sabiduría contenida en su propia divinidad,/ y en
virtud de su sabiduría creadora,/ concibió el origen del lenguaje
humano./ De la sabiduría contenida en su propia divinidad,/ y en
virtud de su sabiduría creadora,/ creó nuestro Padre el fundamento
del lenguaje humano/ e hizo que formara parte de su propia
divinidad./ Antes de existir la tierra,/ en medio de las tinieblas
primigenias,/ antes de tenerse conocimiento de las cosas,/ creó
aquello que sería el fundamento del lenguaje humano/ e hizo el
verdadero Primer Padre Ñamandú que formara parte de su propia/
divinidad".
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Los
pueblos guaraníes han desarrollado un profundo sentido religioso que
ha consagrado a la palabra como principio creador. Foto: Amadeo
Velázquez
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¿Pueblos
sin lengua, sin Dios? Y también se ha dicho que eran “pobres de
todo”, lo cual contrasta con el relato de muchos viajeros que han
notado, por el contrario, una “divina abundancia”, tal cual
refirió Ulrico Schmidl, un viajero y cronista alemán que llegó al
Río de la Plata en 1535. Pero la negación de la existencia de una
economía indígena deriva no precisamente de la falta o escasez de
bienes, sino del hecho de que el colonizador no concebía definir
como economía un sistema distinto al basado en el intercambio
motivado por el lucro. En cambio, los estudios de las formas de vida
de los grupos humanos permitieron la identificación entre los
indígenas de una economía de la reciprocidad.
Según
la define el antropólogo norteamericano Conrad Kottak, “con la
reciprocidad generalizada, alguien da a otra persona y no espera nada
en concreto o inmediato a cambio (…). Las personas comparten
rutinariamente las cosas con los restantes miembros de la banda. (…)
Tan fuerte es la ética del compartir recíproco que la mayoría de
los forrajeros carecen de una expresión de «gracias». Dar las
gracias sería desconsiderado porque implicaría que un determinado
acto de compartir, que es la piedra angular de la sociedad
igualitaria, era inusual”. (La palabra guaraní “aguyje” se
traduce corrientemente como “gracias”, pero su verdadero
significado es “plenitud”, que se aplica tanto a la maduración
de los frutos como a la realización espiritual. En los contextos de
intercambio, al decir “aguyje” no se estaba diciendo “gracias”,
sino expresando un deseo de plenitud y de que los frutos maduren para
el convite).
La
reciprocidad se basa en el principio económico de que el grupo que
pasa por un período de abundancia comparte sus bienes con los demás
miembros de la comunidad o de otros pueblos, pues en el futuro podría
pasar escasez o tener malas cosechas, por lo que en este caso le
correspondería recibir. Es decir, se trata de una estrategia de
adaptación ante los sucesivos y siempre cambiantes ciclos de
abundancia y escasez.
Civilización y barbarie
Por
otro lado, veamos ahora algunos datos que nos proporcionan las
ciencias arqueológicas a fin de demostrar el alto grado de
desarrollo al que llegaron las culturas precolombinas que nos han
legado pruebas materiales de sus modos de vida. Con esto no se
pretende privilegiar el patrimonio material por sobre el intangible,
pues considero que ambos son igualmente valorables e inconmensurables
entre sí, sino más bien problematizar la visión de la historia que
presenta a los colonizadores como precursores de la civilización en
nuestro continente. Esta visión se ha impuesto a través del retrato
estereotipado de la población autóctona como seres que vivían en
estado de barbarie y ajenos a las grandes realizaciones humanas.
Esta
visión eurocéntrica no se reduce a grupos conservadores o racistas,
sino que incluso referentes del pensamiento progresista han sucumbido
a la tentación de los sesgos etnocéntricos. Así, Friedrich Engels,
en
“El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”,
establece una jerarquía del proceso de evolución sociocultural
resumida en tres estadios: el salvajismo, la barbarie y la
civilización. Partiendo de datos etnográficos expuestos en la
“Sociedad
Primitiva” de Lewis
Morgan, Engels ubica a los incas de la época de la conquista en el
estado medio de la barbarie, etapa que, según él, no habrían de
superar sino con la llegada de los europeos.
No
obstante, los grandes avances alcanzados en materia etnográfica y
arqueológica han aportado nuevas luces para aproximarnos a las
culturas precolombinas desde una nueva mirada. Por ejemplo, el
Machu Picchu fue “descubierto” recién en 1911, aunque se presume
que los españoles habrían llegado al lugar hacia 1570 y habrían
sido responsables del saqueo e incendio del Torreón del Templo del
Sol.
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Sitio
arqueológico del Machu Picchu, Perú. Foto: Google Earth
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Si
nos atenemos a las evidencias materiales de los restos que perviven
en las montañas de la región del Cusco, Perú, podemos caer en la
cuenta de que sus antiguos pobladores ya habían entrado al período
de la civilización, que poseían una técnica avanzada en materia de
arquitectura, matemáticas, con rigurosos cálculos de los ciclos
agrícolas basados en conocimientos de astronomía y complejos
instrumentos de documentación y cálculo como los quipus. Estos
consistían en una serie de nudos mediante los cuales se realizaban
operaciones aritméticas y que, según algunos autores, contienen
datos no solo numéricos, sino hasta relatos histórico-literarios.
Sin embargo, gran parte de su contenido se desconoce, pues hasta
ahora solo se han podido descifrar los nudos más sencillos.
El viejo y el nuevo continente
La
legitimación de los crímenes perpetrados durante el proceso de
colonización se refuerza diariamente con expresiones muchas veces
inconscientes y que pueden parecer inocentes, pero que de ningún
modo lo son. Me referiré en este caso a la discutible distinción
entre “nuevo y viejo continente”.
Las
primeras manifestaciones de la cultura maya datan aproximadamente del
1.500 antes de nuestra era (ANE) –otras hipótesis la fechan en el
3.000 ANE–, en el llamado período preclásico. Durante su
formación reciben influencia de otras culturas que habían ocupado
la zona de Mesoamérica como los olmecas, zapotecas y teotihuacanos.
Todo
este sustrato y herencia cultural de pueblos anteriores contribuyeron
para llegar al apogeo experimentado durante el período clásico
(200-900 de nuestra era, NE). Esta fue la época de las pirámides,
de la elaboración de los calendarios astronómicos, mucho más
perfectos y precisos con relación al gregoriano, que es el que
utilizamos actualmente y que data del siglo XVI. Como sabemos, la
distribución del tiempo en este es totalmente arbitraria, pues
cuenta con días de 28, 30 y 31 días, y cada cuatro años uno de 29
días.
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El Caracol o El observatorio, ubicado en la Península del Yucatán, México. Foto: mexicodestinos.com |
Por
el contrario, el calendario de las trece lunas refleja el gran avance
al que llegaron los mayas en las ciencias matemáticas y
astronómicas, pues estaba conformado por un período de trece meses
de 28 días, que así suman 364, más uno, considerado como el día
fuera del tiempo. Esto nos muestra que hasta tuvieron en cuenta la
rotación elíptica, y no circular, de los astros, pues manejaron ese
período excedente que no permite cerrar con un círculo perfecto el
cálculo del tiempo, dado que no existe una exacta correspondencia
entre el año solar y la duración de los días debido a los
solsticios y equinoccios. Si utilizamos como equivalente nuestro
calendario, cada ciclo se iniciaba el 26 de julio y terminaba el 24
de julio del año siguiente. El año nuevo de los mayas estaba
marcado el 25 de julio, que tomaba como referencia la alineación del
Sol, la estrella Sirio y la Tierra.
Entre
el primer viaje de Colón y el apogeo de la cultura maya existen
aproximadamente 1.000 años de historia, por lo que marcar el inicio
de la civilización de este continente a partir de la llegada de los
europeos es un hecho que no se corresponde en absoluto con las
evidencias que nos proporcionan los restos arqueológicos del Chichén
Itzá, Tikal, Uxmal, Copán, Palenque, entre otros.
En
esta última pirámide se encuentra el Templo de las Inscripciones,
de cuya existencia nos enteramos recién en 1952. En el subsuelo se
halló un sarcófago que, según las referencias halladas,
corresponde al rey Pacal Votan, quien habría vivido hacia el 600 NE.
Sobre el bloque lítico se despliega una serie de ideogramas, entre
ellos uno conocido como “El astronauta”, que en gran parte no han
sido descifrados, al igual que los pocos códices que sobrevivieron a
la quema de la Inquisición colonial.
Así podríamos seguir
citando otras construcciones que funcionaron como observatorios
astronómicos y otros grandes logros que en varios aspectos aventajaban los conocimientos
que por entonces poseían los “civilizadores”. Y a juzgar por las evidencias, esta labor está aún lejos de concluir, pues hasta nuestros días se siguen “descubriendo”
nuevos restos arqueológicos que nos revelan lo incipiente de
nuestros conocimientos al respecto.
A
modo de conclusión cabe acotar que a lo largo de estas líneas no se
pretendió negar el cambio y el tráfico cultural, algo por lo demás
inútil desde el momento mismo en que escribo en español. De todos
modos, el ejercicio crítico no resultará superfluo mientras
Cristóbal Colón sea homenajeado con nombres de calles y monumentos,
en tanto que la palabra ava o indio se utilice como insulto.
Bibliografía:
Cadogan,
León (1997) Ayvu
Rapyta. Textos Míticos de los Mbyá-Guaraní del Guairá.
Asunción: Ceaduc.
Guzmán
Roca, Luis (2005) Mitología
Maya.
Buenos Aires: Gradifco.
Kauffmann,
Federico (1971) Arqueología
Peruana.
Lima: Peisa.
Kottak,
Conrad Phillip (2003) Espejo
para la humanidad. Introducción a la Antropología
Cultural.
McGraw-Hill: Madrid.
Melià,
Bartomeu y Dominique Temple (2004) El
don, la venganza y otras formas de economía guaraní.
Asunción: CEPAG.