Una vieja creencia
popular dice que no se debe salir si no se trata de una urgencia impostergable
luego de haberse quedado dormido. Este es el caso de un suboficial de marina de
22 años que una noche ya había caído en un profundo sueño cuando interrumpieron
su descanso para llevarlo a una fiesta.
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Imagen: himalsanchar.com |
Aquella mañana de sábado Álvaro soñó que se perdía
entre los árboles de un bosque ignoto. Cuando más buscaba la manera de salir,
más se hundía en la confusión de la espesura. Al despertarse no le prestó mucha
importancia y pensó que se trataba de una típica pesadilla más. Se levantó y
como buen abuela memby que era desayunó un bife koygua y jugo de
limón. Puso música y se dispuso a preparar tereré. El almuerzo fue la
especialidad de la abuela, ñoquis con salsa roja.
Descansó un rato la siesta y luego fue a la despensa
de ña Susy, el lugar más concurrido del barrio. Además de la cancha de vóley
pegada al local, atendían las dos bellas hijas de la dueña, según recuerdan los
de aquella generación de los postrimeros años de los noventa. Allí siempre
había una gran concurrencia que, al son de la cachaca, compartía sendos sets
entre copiosas rondas de cerveza.
No había nada fuera de lo habitual en aquel fin de
semana en el que el joven suboficial Álvaro Benítez se encontraba de franco.
Tras perder el partido que estaba jugando, fue a sentarse a una esquina. En un
momento dado observa que su abuela baja la calle en compañía de Pepe, su
pequeño sobrino de ocho años. Al verlos, ya poseído por la alegría del alcohol,
se acerca corriendo hasta ellos y le da un abrazo a su abuela, quien lo
reprende porque estaba bebiendo.
-Nde mitã’i, nde he’u jeýma hína pe bebida. Anive he’u
pe cerveza. Mboy veces ha’éma ndéve (1) –le regañó en su característico tono de
dama de hierro. Álvaro solo sonrió y se retiró. Se sentó en una esquina con una
lata en la mano y poco después observó que su sobrino iba corriendo en
dirección al almacén.
-Papi, vení un poco –lo llamó. El niño fue hacia él.
-¿Qué, tío? –le preguntó aquel niño rubio y de cabello
ondulado.
-¿A dónde te vas? –interrogó.
-Abuela me ocupó en el almacén –le contestó.
-Ahh bueno, andá, pero primero dame un beso, Papi –le
dijo mientas ponía una mejilla y luego la otra. Álvaro, siempre efusivo con los
suyos, estaba especialmente expresivo esa tarde por la buena vibra de un día
libre de la tediosa monotonía de la vida militar. El niño correspondió el gesto
a su tío y fue a cumplir la diligencia que le había encargado su abuela.
***
Así fue transcurriendo la tarde hasta llegar el ocaso.
-Jahána ko pyharépe el Bosque-pe (2) –propuso uno de
los amigos del barrio.
-Jajajajajaja –estalló en una carcajada uno de ellos.
-Mba’e, a mil’i la puñalada pio (3) –bromeó.
-Jaha katu (4) –secundó el marinero fortachón
súbitamente envalentonado por la buena partida de cerveza que ya se había
bebido.
-Ja’uve michimi ha upéi jaha (5) –propuso uno.
-Oîma (6) –se sumó otro más.
Corrió la siguiente ronda y después cada cual fue a su
casa a bañarse y vestirse para una noche de baile en el Bosque de la Alegría,
uno de los lugares más violentos de la época en toda el área central. De hecho,
a causa de su mala fama aquella pista mortal en la que muchos jóvenes bailaron
por última vez cerró sus puertas. Sin embargo, eso solo pateó unas cuadras
adelante aquel mundillo en el que el cuchillo y la pólvora eran los
amenizadores infaltables de cada noche.
***
Álvaro se bañó a las apuradas y se vistió a la típica
usanza cowboy: jeans, camisa a cuadros y botas texanas. Mientas esperaba a sus
amigos, de pronto sintió que se desvanecía y fue sucumbiendo al letargo hasta
perder completamente la conciencia. Unos minutos después llegaron a buscarlo en
manada desatando un coro de ladridos a su paso. Casi nadie tenía dinero, solo
Álvaro, quien a su edad era el único entre sus amigos con un trabajo fijo y una
buena remuneración para esa despreocupada etapa de la vida. Había que tomar un
taxi o sortear caminando varias cuadras una arribada de más de diez
grados.
-Álvaro okéma hína. Ha’e ndosêmoavéima (7) –dijo la
mujer de cabellera color ceniza haciendo notar su disgusto ante los inoportunos
amigos que venían a interrumpir el descanso de su nieto. Estos se retiraron
momentáneamente hasta la esquina, pero no cejarían en su empeño de llevarlo a
la fiesta. Aguardaron unos minutos y designaron a uno para ir a buscarlo por
segunda vez, pero sin éxito. Y así, a la tercera la vencida. Rodrigo abrió el
portón de madera de la casa y entró sigilosamente al patio hasta la ventana de
la habitación de Álvaro. Esta vez el golpe de los cristales lo despertó, por lo
que se levantó, se acomodó el cabello y salió al encuentro de su amigo.
-Anína reho, che memby. Ndéko ekéma kuri. Ko este día
opáma ndéve ĝuarã. Muchas veces ko péicha oikose la desgracia (8) –le suplicó
su abuela desde la puerta de su habitación.
-Ani ejepyapy. Voi aju jeýta (9) –aseguró el joven
intentando tranquilizarla.
-Jaha (10) –dijo dirigiéndose a su amigo y se
marcharon hacia la parada de taxi más cercana rumbo a ese lugar cuyo nombre era
casi un oxímoron sin saber que el de esa noche sería el último baile de su
vida.
***
Una vez que llegaron, el ambiente no tardó en
enrarecerse. Por entonces todo el mundo se conocía y Carolina, la chica con la
que Rodrigo estaba bailando, era pretendida por la mitad del baile. Pero nadie
estaba dispuesto a facilitarle las cosas al competidor de turno.
Del viejo local del Bosque de la Alegría, sobre la
avenida Defensores del Chaco, queda aún el tinglado, reconvertido en salones y apartamentos.
-Che ko’ãga ajerokýta hendie (11) –irrumpió José, un
conocido y pendenciero habitué del Bosque.
-Nooo mba’e. Ekañy águi (12) –respondió Rodrigo con
vehemencia. Pronto se desató una pelea entre ambos. En una época en la que el
mano a mano era una institución, la concurrencia se limitó a formar una ronda
para observar a los ocasionales contendientes batirse a golpes. Rodrigo aplicó
dos certeros golpes de puño a José a la altura del pómulo que lo dejaron
embotado y con la vista estrellada. Cuando supo que no podría con su
contendiente por esa vía, se dispuso a retirarse no sin antes lanzar una
advertencia.
-Aháta aju ndéve (13).
-Néipy (14) –se limitó a responder Rodrigo.
Luego de que hubieron salido de la fiesta, Álvaro se
dirigió directamente al panchero para aplacar el hambre y morigerar un poco la
borrachera. José ya estaba esperando a Rodrigo afuera con una veintidos’i en la
mano, una pequeña pero ponzoñosa pistola que se ha llevado a no pocos.
-Ajúma ndéve (15) –le dijo mientras le apuntaba con el
arma. Rodrigo se abalanzó hacia él y el disparo le dio en la pierna haciéndolo
caer al suelo. El despechado ya estaba listo para rematar a su antagonista
cuando los amigos del herido pegaron el grito de auxilio.
-¡Álvaro! –vociferaron al unísono.
Hasta ese momento, el joven suboficial no se había
percatado de lo que estaba ocurriendo, pues el disparo de un calibre 22 bien
puede pasar por el sonido de algún juego de pirotecnia para niños. Aquella mole
de pelo castaño claro y ojos verdes era conocido por sus dotes para las artes
marciales y no había quien pueda con él. Al escuchar su nombre, giró la cabeza
y vio a su amigo tendido en el suelo. Corrió hacia él para auxiliarlo y se
arrodilló a su lado para verificar cómo estaba. Luego, dirigiéndose al
pistolero, reclamó.
-Mba’e pio la ejapóva nde rapicháre (16).
-Ajapivéta katu (17) –le respondió mientras se tocaba
el pómulo amoratado. Apenas Álvaro hizo el primer movimiento para levantarse,
un certero tiro le dio directo en el corazón.
–Chéve la che japíva (18) –dijo mientras se
desparramaba en el suelo. El tirador miró por última vez a su víctima y huyó
corriendo.
-Oî ojejapíva, oî ojejapíva (19) –circuló rápidamente la llamada de
alarma entre el bullicio. El herido fue llevado en un taxi de hospital a
hospital, donde fue sucesivamente rechazado hasta que su corazón sucumbió ante
el venenoso proyectil del veintidos’i, que caprichosamente se anidó en el
ventrículo izquierdo.
***
El 22 del segundo mes de aquel año de fines de los
noventa el suboficial de la Armada de 22 años que vivía en la casa número 222
de una calle de la ciudad de Villa Elisa fue asesinado con una pistola calibre
22. Aún hoy algunos en su familia sospechan que hay algo
oculto detrás de la omnipresente cifra, pues no es el único en el barrio que ha
sucumbido bajo el signo de esa combinación.
No
deja de resultar curioso, por lo demás, que este cronista haya azarosamente
decidido escribir sobre esta historia justo este año 2022, aunque el
objetivo inicial solo fue recordar aquel viejo refrán que reza que, una vez
dormido o presto a dormirse, no se debe salir más, salvo que se trate de una
urgencia.
Finalizadas las pompas fúnebres, los camaradas del
difunto prometieron venganza. Tiempo después se supo que el verdugo murió en su
ley.
Notas
(1)
Ya estás tomando ya otra vez cerveza,
chiquilín. No tomes. ¿Cuántas veces te dije eso?
(2)
Vamos esta noche al Bosque.
(3)
¿Qué, a mil guaraníes la puñalada?
(4)
Dale, vamos.
(5)
Vamos a tomar un poco más y después vamos.
(6)
Dale.
(7)
Álvaro ya está durmiendo. Él no va a salir.
(8)
Por favor no te vayas, mi hijo. Vos ya estabas
por dormir. Este día ya terminó para vos. Muchas veces así quieren ocurrir
desgracias.
(9)
No te preocupes, voy a regresar temprano.
(10) Vamos.
(11) Ahora yo voy a
bailar con ella.
(12) No, andate de
acá.
(13) Voy a regresar
por vos.
(14) Expresión en guaraní que se utiliza para ahuyentar a
los perros.
(15) Ya vine por
vos.
(16) ¿Qué le hiciste
a tu prójimo?
(17) Le voy a volver
a disparar.
(18) A mí es a quien
disparaste.
(19) ¡Hay un hombre
baleado!, ¡hay un hombre baleado!