sábado, 25 de noviembre de 2023

Yukio Mishima: los ecos de un clamor desesperado

Al cumplirse un aniversario más del suicidio ritual del extraordinario escritor japonés Yukio Mishima, rememoramos su novelesca última jornada de vida y repasamos su testamento literario, “La corrupción de un ángel”, obra finalizada el mismo día de su desentrañamiento.




El 25 de noviembre de 1970, Kimitake Hiraoka –más conocido por el seudónimo litera­rio de Yukio Mishima–, junto con cuatro miembros de su milicia de ultraderecha Tate­nokai (Sociedad de los Escudos), se infiltraron en una base militar japonesa, toma­ron de rehén al comandante e instaron a las tropas a suble­varse y restaurar la autoridad del emperador Hirohito dero­gando la Constitución “paci­fista” de 1947. Esta había sido impuesta por las fuerzas de ocupación norteamericanas tras la Segunda Guerra Mun­dial, y consagraba la renun­cia a la guerra y la prohibición del empleo de la fuerza para la solución de los diferendos internacionales.

Tras el fracaso de la tenta­tiva, se suicidó a la manera tradicional japonesa, reali­zando el seppuku o harakiri, aunque tuvo que ser rema­tado por decapitación por un compañero. Este tam­poco fue muy diestro en la ejecución de su tarea, por lo que la agonía de Mishima fue más larga y dolorosa de lo que por sí mismo ya implica esta forma de quitarse la vida.

Sacrificio

Antes de emprender esta acción había hecho repre­sentaciones teatrales en las cuales anunció la manera en que iba a morir. En uno de sus cuentos, “Patriotismo”, publicado en 1961, en el que un joven teniente realiza el ritual del seppuku por razo­nes similares a las que serían las suyas diez años después, describe: “A su alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reco­nocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del espíritu”.

Consciente de la inutilidad e incompresión de su sacri­ficio, de todas formas deci­dió poner término a su vida a los 45 años, en el cenit de su carrera, aunque en ello cla­ramente también incluyeron cuestiones personalísimas como el terror a la vejez, un tópico recurrente en su obra.



En el poema ritual que escri­bió en el momento que se acercaba su muerte escribió: “Espere y verá qué hago. A mi parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente es una agonía (…). Esto me ha llevado a pensar que como artista que soy debo tomar una decisión”.

Trauma colectivo

La producción literaria de Mishima circula por el mismo andarivel de la gran litera­tura nipona: el trauma colec­tivo del Japón moderno occi­dentalizado tras la derrota en la guerra. Mishima era des­cendiente de un clan de samu­ráis y deliraba con lograr la restauración de la sociedad imperial japonesa previa a la rendición ante los aliados.

Esto a pesar de ser el más occidentalizado de los escri­tores de su generación. Por ello, Mishima encarnaba una ambigüedad cultural y personal, el Japón abatido y a la vez obsesionado por Occi­dente, el enemigo vencedor que socavaba las tradiciones autóctonas; la homosexuali­dad velada frente a la hetero­sexualidad pública, su estilo cosmopolita en lo artístico frente a su conservadurismo político que buscaba la res­tauración de un mundo per­dido.

En efecto, Mishima era con­ciente de que su empresa estaba destinada al fracaso y como clara previsión de ello ya había enviado a la edito­rial la última entrega de su tetralogía como parte de un plan meticulosamente con­cebido al punto de que había dispuesto un dinero para la defensa legal de los integran­tes de su milicia que lo ayuda­ron en su tentativa de alza­miento.

Testamento

La culminación de su arte literario se encuentra en el ciclo compuesto por sus cua­tro últimas novelas, que bajo el título de “El mar de la fer­tilidad” constituiría el tes­tamento del autor; a saber, “Nieve de primavera”, “Caba­llos desbocados”, “El templo del alba” y la “Corrupción de un ángel”, esta última publi­cada póstumamente y sobre la cual nos explayaremos bre­vemente.

Esta novela se inicia con una bella descripción de un esce­nario costero y adelanta las características del personaje al atribuir al mar la razón de algo maligno que anidaba en su espíritu. El mar es la personificación del Japón moderno contaminado con los desperdicios de Occi­dente: “Las heces, como el hombre, se mostraban inca­paces de enfrentarse con su final como no fuese en la más horrible y sucia de las mane­ras”, se lee en una parte junto con una descripción de los desperdicios que poluciona­ban ese reino de añil.

Toru Yasunaga es un joven de dieciséis años, prototipo de la belleza masculina, que tra­baja en la Oficina de Transmi­siones de Teikoku como avis­tador de barcos del puerto. El viejo Shigekuni Honda, un rico abogado de apre­ciable fortuna, lo conoce y decide adoptarlo tras adver­tir que tiene tres lunares en el lado izquierdo del pecho, por lo que lo cree la reencar­nación de una casta de nobles siguiendo un viejo episodio juvenil, que al final repara se trata de una quimera.

Entre ricas descripciones paisajísticas y alusiones a simbología hinduista, el autor señala el pasaje por los cinco signos de la caída del ángel, que no es otra cosa que la caída de Japón ante valo­res extraños, la renuncia a la belleza primigenia para someterse al vicio de la volun­tad del invasor.

Tanto su personaje como él mismo en vida encarnan la inmolación de un genio que pretendía con su muerte dar una lección ejemplificadora, realizar un acto heroico de sacrificio en pos de un ideal estético. Los principales tópi­cos de su obra –la belleza, el erotismo y la muerte– los quiso encarnar él mismo en su propia vida y la manera en que decidió acabar con ella como una forma de afirma­ción de un concepto sobre la materia, de lo permanente sobre lo pasajero, de lo tras­cendente sobre lo fútil.




Toru es la representación del Japón domesticado e ins­truido en los modos occiden­tales bajo la premisa de que el refinamiento y las buenas costumbres serían el pro­ducto final de la emancipa­ción de toda rémora de hábi­tos propios. Sin embargo, tras el aparente sometimiento subrepticiamente tramaba y ejecutaba pequeñas rebelio­nes que preparaban la con­sumación de una venganza terrible.

“Las pruebas de una buena crianza proporcionan cate­goría a una persona y la buena crianza en el Japón significa familiaridad con la manera occidental de hacer las cosas. Solo hallamos al japonés puro en los barrios miserables y en el hampa y cabe esperar que con el paso del tiempo se torne cada vez más aislado. El veneno conocido con el nombre de japonés puro está debilitán­dose, transformándose en una pócima aceptable para todos”, se lee en otro frag­mento de la novela, una elo­cuente y amarga queja contra la sociedad de su época.

El presente

Por otra parte, no deja de resultar una curiosa coin­cidencia el trágico final que tuvo también el último gran impulsor del cambio cons­titucional en el Japón, el ex primer ministro Shinzo Abe, quien murió asesinado por causas supuestamente vin­culadas a una venganza ajena a sus labores políticas.

Las reinterpretaciones relativas sobre todo al artículo 9 de la Constitución nipona –que reza que “el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho sobe­rano de la nación y a la ame­naza o al uso de la fuerza como medio de solución en dispu­tas internacionales”– han cobrado fuerza a raíz de las pruebas de misiles balísticos de Corea del Norte y las dis­putas territoriales con China.

Tras la muerte de Abe, la iniciativa ha sido reflotada y la bandera del sol naciente ha ondeado de nuevo durante los ejercicios militares, por lo que el sublime cuadro de la degradación humana ofrecido por Mishima es el reflejo un debate que no está muerto, sino que, por el contrario, ha recobrado vitalidad.

sábado, 15 de julio de 2023

La tierra sin mal: la utopía de un paraíso del más acá

En homenaje a la etnóloga francesa Hélène Clastres, fallecida el pasado 2 de julio en París a los 87 años, reedito un ensayo escrito sobre su obra más famosa e importante, “La tierra sin mal. El profetismo tupí-guaraní”, su tesis de doctorado publicada en 1975.

 




Más allá de una concepción puramente teogónica o religiosa, el mito de la tierra sin mal encierra un sentido sociológico que se expresa a través de una impugnación a todas las formas de ejercicio del poder. Muy al contrario de los paraísos de ultratumba, para los guaraníes esta tierra mítica es alcanzable en esta vida y, aún más, precisamente para no morir.

La mayoría de los cronistas que llegaron a estas tierras en la primera época del periodo colonial coincidieron en calificar a los guaraníes como gente sin religión y sin Dios. Al respecto, la etnóloga francesa Hélène Clastres sostiene en su libro “La Tierra sin Mal. El profetismo tupí-guaraní” (1993) que esta confusión devino de que la característica principal de la religión guaraní no se definía mediante la relación con la divinidad o en la oposición hombre-Dios, sino más bien radicaba en la transformación radical de la sociedad y del propio sujeto que la habita.


En este sentido, observa que el núcleo de la vida religiosa de los guaraníes se exteriorizaba en el éxodo hacia una tierra accesible antes de la muerte y en la que el hombre conquista la inmortalidad. Tal sería el sentido de las migraciones, la búsqueda del yvy marã'eÿ o tierra sin mal, durante la cual los peregrinantes se entregaban a la entonación de cantos, danzas, se alimentaban con comidas hechas a base de maíz y renunciaban a toda forma de producción económica, a excepción de breves intervalos en que se instalaban provisoriamente en un lugar antes de proseguir el viaje.


Los karaives eran los personajes más importantes en la vida religiosa tribal, por lo que prestando atención al contenido de sus discursos se puede tener una idea cuando menos aproximada de la naturaleza de la religión que predicaban y la visión del mundo de ella derivada. Prescindiendo de los preconceptos propios de la época, resulta muy ilustrativa al respecto una descripción brindada por el jesuita portugués Manuel da Nóbrega en una carta titulada “Información de las tierras del Brasil” (1549):

Y llegando el hechicero con mucha fiesta al lugar, entra en una casa oscura y pone una calabaza que trae con figura humana en la parte más conveniente para sus engaños, y mudando su propia voz en la de [un] niño junto a la calabaza, les dice que no se cuiden de trabajar, ni vayan a la roza, que el mantenimiento por sí [mismo] crecerá, y que nunca les faltará que comer, y que por sí [mismo] vendrá a la casa, y que las azadas irán a cavar y las flechas irán al mato por caza para su señor, y que han de matar muchos de sus contrarios y cautivarán muchos para sus comidas, y les promete larga vida, y que las viejas se han de tornar mozas y las hijas que las den a quien quisieren, y otras cosas semejantes les dice y promete con que los engaña, de manera que creen haber dentro de la calabaza alguna cosa santa y divina que les dice aquellas cosas, las cuales creen” (Da Nóbrega, 2019: 52).

 Negación del orden social y natural

Ahora bien, para mayor claridad desglosemos cada uno de los elementos que se desprenden de la descripción. En primer lugar, el chamán insta a sus interlocutores a abandonar el trabajo, pues asegura que las cosechas crecerán solas. Cabe afirmar que las formas de organización estatal fueron consecuencia de la producción del excedente económico que se generó a partir de la agricultura. Las primeras sociedades de cazadores-recolectores eran igualitarias, pero a medida que se desarrolla la división del trabajo esta supuso una inmediata estratificación social. Por tanto, abandonar el trabajo implica a su vez la abolición de las diferencias sociales y el desconocimiento a cualquier forma de autoridad. 

La segunda promesa que realiza el chamán es que al llegar a esa tierra prometida las flechas se dispararán solas proporcionando a sus dueños los productos de la caza y poniendo a su disposición el cuerpo de los enemigos para los festines de la antropofagia. Aquí es posible identificar dos aspectos. Por un lado, la cacería ya no sería necesaria, lo cual guarda relación con el primer elemento que ya hemos analizado, es decir, el abandono de las actividades productivas. Por otro lado, se menciona que las flechas matarán por sí solas a los enemigos. Esto podría interpretarse como un estado de guerra permanente y la negación del sistema de alianzas a través del establecimiento de redes de parentesco con las tribus vecinas.

 

 

En “Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas”, el antropólogo francés Pierre Clastres atribuyó el papel de la guerra en estas sociedades a un impulso de fragmentación social, por lo que las definió como sociedades contra el Estado. De acuerdo a este autor, la guerra es una voluntad sociológica que tiende a la dispersión y actúa en contra de la fuerza unificadora del Uno. En efecto, las guerras y el estado de destrucción que estas normalmente conllevan tienen como primer efecto la migración, ya sea por la pérdida del territorio del vencido a manos del vencedor o por la merma de los recursos necesarios para la vida.

Un tercer componente es la promesa de una larga vida, por lo que este nuevo orden también niega las mismas leyes de la naturaleza, ya que esta tierra no solo sería accesible en esta vida, sino que constituiría en sí misma la vida eterna. A este estado se llegaría conquistando el kandire, purificando el cuerpo mediante las danzas rituales y el canto. Etimológicamente este término proviene de la unión de las siguientes voces: “Kã: huesos; ndikuéri: se mantienen frescos. El nombre implica que los que alcanzan este estado ascienden a los cielos sin que la armazón ósea del cuerpo se descomponga” (Cadogan, 1997: 101). En el “Diccionario Mbya-Guarani – Castellano” se precisa que kandire significa “inmortal, inmortalidad; seres humanos que alcanzaron la perfección o madurez mediante la danza u otros ejercicios espirituales” (Cadogan, 2011: 78).

Por último, el chamán insta a los participantes del ritual descrito en la cita que entreguen a sus hijas a quien quisieren, es decir, ignorando las leyes de filiación y de parentesco. Esto implicaría más concretamente la transgresión de la más universal y rigurosa de las prohibiciones, el tabú del incesto.

El diluvio

En el mito del diluvio se narra la destrucción de la primera tierra a raíz de la relación incestuosa entre Karai Jeupie y una tía paterna. En el momento en que el diluvio estaba por desatarse, Karai Jeupie –nombre que podría traducirse como “señor que se elevó para el acto carnal prohibido”– todavía no había alcanzado el aguyje (término que hace referencia a la madurez de los frutos y se aplica por extensión al estado de plenitud espiritual), para lo cual cantó, danzó y oró durante dos meses para alivianar el cuerpo y cruzar las extensas aguas.

El gran aguacero es la represalia ante el incesto, pero a pesar de su transgresión gracias a los ejercicios espirituales finalmente Karai Jeupie conquistó el estado de aguyje y llegó a la tierra indestructible. Dada su osadía de desafiar el orden social, actitud reservada exclusivamente a los dioses, estos se vieron en la obligación de dictarle las ñe’ê porã tenonde (primeras palabras hermosas) que lo hacían acreedor de su nueva condición de inmortal. Esto puede verificarse en el hecho de que los que provocaron el diluvio fueron finalmente los únicos que se salvaron.


Nadó el Señor Incestuoso, con la mujer nadó; en el agua danzaron, oraron, cantaron.


Se inspiraron de fervor religioso; al cabo de dos meses adquirieron fortaleza.

Obtuvieron la perfección; crearon una palmera milagrosa con dos hojas; en sus ramas descansaron para luego dirigirse a su futura morada, para convertirse en inmortales.

El Señor Incestuoso, el Señor de la unión nefanda, él mismo creó para su futura morada de tierra indestructible en el paraíso de los dioses menores.

Se convirtió el Señor Incestuoso en nuestro Padre Taparí; se convirtió en el verdadero padre de los dioses menores” (León Cadogan, Ayvu Rapyta, 1997: 98-99).

En tanto, los que se inspiraron en el arandu vai (mala ciencia) sufrieron la metempsicosis y se transformaron en pájaros, en ranas y en escarabajos e incluso una mujer que había robado fue convertida en venado por Ñande Ru (Nuestro Padre).


La doble negación


Esta dicotomía de la transgresión en forma de mera ruptura, por un lado, y de superación de las leyes, por otro, resulta también observable respecto al principio de la reciprocidad, una regla fundamental que rige el intercambio en el seno de las sociedades igualitarias.

Un relato recogido por Clastres da cuenta de un hombre que conquistó el aguyje luego de un estricto régimen que duró dos años. A este hombre se le había muerto una hija y, siguiendo los preceptos de los antiguos ritos funerarios, colocó sus huesos en una canasta de bambú. Este procedimiento se empleaba a fin de que los espíritus hagan fluir nuevamente las palabras por el esqueleto del difunto. Pero más allá de que no se logre propiamente el fin buscado, tal conducta es una muestra de perseverancia (mburu: fervor religioso). Al cabo de dos años, el hombre finalmente recibió las palabras que lo guiarían durante su travesía.

El hombre pescaba, cazaba y todos los productos de su trabajo los entregaba a la comunidad, sin aceptar nada a cambio, sustentándose solo de alimentos a base de maíz y un poco de carne de cerdo. Cuando llegó el ara pyahu (primavera), a través de la neblina que flota en los campos Jakaira le reveló el camino que debía seguir para llegar al yvy marã'eÿ como recompensa por haberse comportado como un verdadero elegido.

Si bien el sentido de la justicia procede del respeto a la reciprocidad, es asimismo el momento en que dicha reciprocidad se quiebra. (...) Pero por liberarse de la obligación de recibir, se sitúa fuera del sistema de intercambio y afirma su independencia respecto de la colectividad”, sostiene Clastres (1993: 126).

Esta sería una buena forma de negar la sociedad, que tiene su contraparte en la negación hacia abajo cuando un individuo solo recibe y no da nada a cambio. De esta forma contraviene la regla de la reciprocidad, pero al mismo tiempo muestra dependencia respecto a ella y desconoce el primer y más importante componente del intercambio, el jopói (compartir).

Otra forma de conducta asociada a la falta de mborayu es comer la carne cruda (como los jaguares) o cocerla y consumirla solo en la selva. Este modo de ser está penado con la trasmigración de las almas y la transmutación en seres inferiores, lo cual se conoce como aguyje amboae (metempsicosis) o forma de plenitud hacia abajo, como ya se mencionó en la referencia al diluvio.

Estas son a grandes rasgos las características de la ética colectiva y la religiosidad guaraní exteriorizada a través de la vida nómade. Aunque en las circunstancias actuales las migraciones ya no se realicen por las limitaciones en el acceso al territorio y la propia asimilación a la sociedad nacional, el mal en la tierra se manifiesta más presente que nunca y la consecuente necesidad de superar este orden imperfecto.

Por ello es posible imaginar que pervive aún en la memoria colectiva de estos pueblos la reminiscencia de esta larga travesía y que en prosecución de ella están empeñados cuando llegan a la capital y se instalan en precarias carpas para presentar sus demandas. No obstante, esta tierra prometida se muestra cada vez más esquiva y distante.