sábado, 29 de enero de 2022

El secuestro

A 20 años del rapto de Juan Arrom y Anuncio Martí, quienes permanecieron desaparecidos durante dos semanas y luego fueron hallados en una casa en Villa Elisa con rastros de tortura tras ser acusados del plagio de María Edith Bordón de Debernardi.


Juan Arrom y Anuncio Martí fueron encontrados en una vivienda ubicada sobre la calle Estero Bellaco del barrio 29 de Setiembre de Villa Elisa con señales de haber sido sometidos a apremios físicos. Foto: lanacion.com.


El 30 de enero de 2002, Juan Arrom y Anuncio Martí fueron hallados en una casa del barrio 29 de Setiembre de Villa Elisa con vestigios de maltratos físicos. Ambos se encontraban desaparecidos desde el 17 de enero luego de que hayan sido acusados del secuestro de Bordón de Debernardi, raptada el 16 de noviembre de 2001 mientras realizaba su caminata de rutina en el parque Ñu Guasu. La mujer fue liberada el 19 de enero de 2002 tras el pago de un rescate de un millón de dólares, aunque hay fuentes que señalan que el monto fue mayor.

La víctima era esposa del arquitecto Antonio Debernardi (+), hijo de Enzo Debernardi, barón de Itaipú, como se conoce a los integrantes de la burguesía fraudulenta que creció a costa de la construcción de la hidroeléctrica, así como otros servicios, ventas y contratos con el Estado. 

Arrom y Martí eran militantes del movimiento Patria Libre, que de acuerdo a las versiones oficiales tenía dos brazos, uno político y otro armado; se lo acusaba de mantener lazos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y es considerado el embrión del Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP).


La prueba de vida enviada por los secuestradores de María Edith Bordón de Debernardi, por quien se habría pagado un rescate de un millón de dólares. 


No obstante, los parientes de los declarados prófugos denunciaban que estos estaban secuestrados y que jamás se habrían marchado abandonando a sus familias sin decir nada, como si la tierra los hubiera tragado.

-Él no está prófugo, él está secuestrado –aseguraba enfática Cristina, la vocera y cara más visible de la búsqueda. Las instancias oficiales aseguraban que manejaban una información de que fueron vistos en Concepción y que ya habrían cruzado hacia Puerto Murtinho, en el lado brasileño. Otras veces las hermanas fueron citadas a la morgue para reconocimiento de cuerpos, por lo que a medida que transcurrían los días la angustia era cada vez más apremiante.

A la una de la tarde del 30 de enero, Cristina estaba en el despacho de su abogado cuando recibió una llamada telefónica; era un hombre que decía que tenía datos sobre el lugar donde permanecía en cautiverio su hermano.

Cristina dudó un momento antes de llamar a su hermana para darle la noticia. Ya habían recibido tantas informaciones falsas que ya no sabía qué hacer. Sin embargo, pronto se decidió. No había nada que perder. Pasó a buscarla.

Cuando estaban llegando al lugar señalado en la llamada, indicó al chofer que parara la marcha y se quedara estacionado cerca de la capilla. El empedrado ardía como el alquitrán. Llamaron a los medios de prensa diciéndoles que tenían una información sobre el probable lugar donde estaban Juan y Anuncio.

Una reja verde cubría la parte frontal de la casa. La fachada era de ladrillos vistos y la puerta y ventanas estaban pintadas de blanco. Un césped irregular cubría el patio delantero, por donde atravesaba un caminero de baldosa.

Cuando llegaron los cronistas, Cristina les pidió que filmen la vivienda. De pronto sale un hombre alto y con barba de chivo, observa sobresaltado la escena y se vuelve a meter al interior de la residencia. Momentos después escapan raudamente del lugar dos vehículos.

El rescate

-Juan, Juan –se puso a gritar Martí desde la sala de la casa. Arrom estaba en una habitación contigua. Al escucharlo, por los gritos de desesperación pensó que su compañero había enloquecido o que estaba a punto de ser ejecutado.

Desde afuera Cristina escuchó los gritos desde el interior, pero no parecían los de una persona adulta, sino de un niño que chillaba con ronquera. Pensó que las volvieron a engañar, aunque enseguida advirtió una voz más clara.

-Soy Anuncio Martí, soy Anuncio Martí –vociferaba este desde la abertura de la ventana, desde donde observaba el patio que daba a la calle. Logró identificar a las hermanas Arrom, quienes estaban rodeadas de varios reporteros.

Juan se puso inmediatamente a emular a su compañero e hizo lo propio lo más fuerte que pudo.

-Soy Juan Arrom, Soy Juan Arrom –repitió varias veces.

-¿Hay alguien en la casa? –preguntó Cristina no pudiendo aún dar total crédito a lo que estaba ocurriendo.

-No sé –le contestó. Fue hasta la mesa en torno a la cual solían estar reunidos sus captores, pero no había nadie. Luego se dirigió hacia la puerta de salida y advirtió que la llave estaba puesta. Abrió rápidamente y salió hacia el patio delantero. Vestía un short oscuro y estaba sin remera. Los rastros de moretones le resaltaban en la cintura.

-Detrás de él salió Anuncio Martí, descalzo, vestido con un pantalón de jean azul y también con el torso desnudo.

-¡Nos torturaron, señor; nos torturaron! –dijo Martí con una voz quebrada y estridente.

Cuando llegó la policía, los agentes se aprestaron rápidamente a detener a ambos, pero tras la intervención del viceombudsman fueron trasladados a un hospital privado para recibir atención médica.

La cita

La temperatura del asfalto y las paredes del centro de Asunción bajaba paulatinamente en la noche de aquel 17 de enero de 2002. Arrom y Martí llegaron hasta una casa ubicada sobre Lugano, entre Hernandarias y Colón, al suroeste del centro de Asunción, en el límite con Barrio Obrero y Sajonia. Arrom fue citado por el secretario de un ministro que supuestamente tenía interés de apoyar un proyecto productivo en beneficio de una comunidad campesina con la que estaba trabajando su movimiento.

Juan bajó del automóvil, tomó su celular y llamó al secretario.

-Hola, ya llegué a la casa –le dijo.

-¿Ya estás enfrente? –preguntó la voz del otro lado del teléfono buscando una confirmación.

-Sí –replicó con un leve tono de cansancio.

En ese momento, un automóvil Volkswagen Gol blanco se estacionó al lado de ellos y descendieron de él varios hombres armados. De la casa salieron otros tantos. No podía contarlos con precisión, pero le parecieron muchos, al menos diez. Se abalanzaron contra ellos y los subieron al auto, les cubrieron la cara y les esposaron de pies y manos. Cuando ya quedaron así completamente inmovilizados, les bajaron los pantalones y les aplicaron golpes en los testículos y otras partes del cuerpo.

Una vez llegados al primer lugar de cautiverio, fueron requeridos por sus captores sobre información relativa al secuestro de civiles y a un presunto plan de desestabilización contra el gobierno de Luis Ángel González Macchi. Además del sector de izquierda, en este complot se buscaba vincular también a los oviedistas, que entonces estaban enfrentados al gobierno que sucedió a Raúl Cubas Grau, delfín del general Lino César Oviedo. Aquel se vio forzado a renunciar tras la apertura de un proceso de impeachment en su contra tras la muerte de siete jóvenes manifestantes en las plazas del Congreso durante el Marzo Paraguayo.

-Nde tipo, ehendu porã la ha’éva ndéve. Nde ehóta edeclará fiscal-pe reihã involucrado en secuestro de civiles y en un plan de desestabilización con los oviedistas, liberales y algunos empresarios – dijo un hombre de rígido corte y tono policial.

-Che ndarekói ápe nada que ver. Que se me presente ante la justicia si tienen algo en mi contra. Quiero ver a mi abogado –reclamó Arrom.

-Mba’e, ápe ko ndaipóri abogado, nde desaparecidóma –le amenazó.

-Hasta que no confieses lo que te dijimos ante un fiscal no vas a salir de acá. Si seguís jodiendo eperdéta nde vida entero avei –añadió.

Luego, uno de los sujetos, al que identificó como Kabul, ya que así escuchaba que le decían sus camaradas, se paró al lado de él, le cubrió la cabeza con una bolsa y empezó a asfixiarlo.

-Confesá, confesá. ¿Dónde está la plata? –inquiría Kabul haciendo gestos amenazantes. Presionaba la bolsa y luego la aflojaba brevemente para dejarlo respirar un rato. Arrom se seguía negando a firmar. Embotado por la falta de oxígeno, su mirada se perdía hacia las aletas del ventilador, que lanzaba lenguas de fuego contra su rostro.

-Ahora me voy a encargar de vos –le avisó. Dos hombres lo agarraron del brazo y lo condujeron hasta el borde de la pileta del baño. Siempre bajo la atenta observación de Kabul, quien emitía la orden de que le sumerjan la cabeza en el agua por interminables segundos que parecían largos minutos para luego sacarlo y vuelto a meter siempre bajo la misma exigencia de que confiese.

Antes de perder el conocimiento, Arrom solo atinó a clavar los ojos al techo e hizo un último vistazo. Cuando se repuso, advirtió que era de madrugada y que iba a ser sacado de la casa. Amordazado y con los ojos vendados, fue subido al asiento trasero de un vehículo junto con Martí y un custodio. Escuchó que el conductor hablaba por radio.

-Ápe jaraháma hína ko’ãva Arroyo Seco-pe –dijo el chofer.

Cuando llegaron a la última casa en la que estuvieron hasta el rescate, Arrom pidió hablar con el ministro de Justicia, a quien conocía de años atrás como militante de la oposición contra la dictadura.

Los captores marcaron un número y se lo pasaron. Aún estaba turbado y no lograba distinguir claramente la voz, pero la persona que le habló le aseguró que intercedería a su favor para que dejen de torturarlo y que enviarían a un médico. Después le comunicaron con alguien de quien dijeron era el ministro del Interior.

-Vamos a mandar un equipo para que colabores. Ya sabés cuáles son las condiciones. Si colaborás te prometemos sacarte sano y salvo del país –le aseguró el hombre. Cuando llegó el nuevo equipo de interrogadores, los subieron a un automóvil y los sacaron a recorrer para que les muestren las casas de los demás integrantes de su movimiento.

-¿Dónde están las armas, dónde están las armas?, –inquiría Kabul.

-¡Hablá carajo, hablá carajo! –le gritaba mientras le asestaba golpes en los testículos y a la altura del riñón, por lo que apenas podía respirar y menos hablar.

-Ijinútil kóa –se mofó uno de los inquisidores.

Entonces lo condujeron nuevamente a su lugar de cautiverio. Al día siguiente fue inspeccionado por un médico, quien expidió algunas recetas y luego se retiró. Pero las marcas no desaparecían, por lo que intentaron tratarlas hasta con hojas de aloe de vera.

-Firmá o no hay salida –le insistió el que encabezaba el “procedimiento alternativo” de interrogatorio.

-No voy a comer, preséntenme ante las autoridades –exigió Arrom mientras apartaba de un golpe el plato que le bajaron en la mesita de su cuarto de reclusión.

Esa mañana del miércoles 30 de enero fue examinado por el jefe del grupo, quien le ordenó que se bajara el short para corroborar el estado de sus heridas.

-Ko arruinado –reprobó el hombre y se marchó dando un portazo.

El refugio

Tras huir al Brasil alegando falta de garantías procesales, el 1 de diciembre de 2003 Arrom y Martí recibieron el estatus de refugiados políticos en ese país. Desde entonces el caso reflotaba cada tanto y se amenazaba con la extradición, pero nunca pasaba a mayores.

En cambio, la fallida demanda de indemnización promovida por Arrom contra el Estado paraguayo ante la CorteIDH reimpulsó el proceso. Brasil, que hasta entonces se había manifestado como garante de ese estatus, dio un giro con la llegada al poder de Jair Bolsonaro, que revocó esa condición el 14 de junio de 2019.

Arrom y Martí pasaron entonces al Uruguay, donde fueron detenidos en agosto de ese año y liberados poco después. De la capital oriental se trasladaron a Finlandia, donde a instancias del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) lograron el estatus de refugiados en octubre de 2019.

 

*Recreación de los hechos realizada a partir de reportes de prensa y de los testimonios de Juan Arrom y Cristina Arrom ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) con sede en Costa Rica durante una audiencia realizada el 7 de febrero de 2019.

sábado, 8 de enero de 2022

Una noche de cumbia

Durante el regreso de un concierto de Damas Gratis en el ya desaparecido balneario Veracruz, Víctor y sus amigos conocieron por el camino a una extraña mujer que revivió viejas historias sobre un hospicio.

 

Foto: 0221.com.ar

 

Detrás de la Comisaría 13 de Villa Elisa funcionada un albergue que estaba a cargo de una congregación religiosa. El edificio no tenía particularmente nada fuera de lo común, pero al oscurecer adquiría un aspecto tétrico, lo cual fue propicio para la creación de historias de todo tipo.

En las volubles mentes juveniles de entonces rápidamente caló la versión de que se trataba de un internado para mujeres con problemas mentales. Según las descripciones que corrían, los tratamientos convencionales se alternaban con sesiones de exorcismo. Como es fácil de prever, la imaginería popular muy pronto se encargó de multiplicar relatos sobre supuestos casos de posesión demoniaca.

Las escenas pintadas eran cinematográficas: celdas en deplorables condiciones, mugrientos chalecos de fuerza, grillos, cadenas, constantes maltratos y tratamientos crueles como el electroshock. Así, abundaban las historias trágicas de mujeres que, tras escapar del asilo, al verse acorraladas y a punto de ser atrapadas para ser nuevamente recluidas, preferían quitarse la vida antes que volver al hospicio. 

Sin embargo, desde entonces ya había transcurrido mucho tiempo y Víctor apenas recordaba aquellas historias que de niño le causaban terror. Los peligros que se figuraba en su mente y que acechaban en la calle eran ahora más carnales y concretos.

Una madrugada de lunes que despuntaba volvía de Veracruz con un grupo de amigos y amigas del barrio luego de un concierto de Damas Gratis. “No estoy triste/ no es mi llanto/es el humo de este fasito que me hace llorar”, coreaban eufóricos.

En un momento dado Víctor advirtió a una chica que caminaba sola en la misma dirección que ellos y la invitó a sumarse al grupo que subía lentamente la cuesta de la avenida Von Poleski. Ella aceptó. Dio un hola genérico a la decena de chicas y muchachos que iban de regreso a sus casas tras una fuerte dosis de alcohol, ka’a y cumbia.

-Hola. Soy Martha –se presentó amablemente.

-¿Hacia dónde vivís? –le preguntó.

-Hacia Petropar –contestó ella.

-Vamos, te acompañamos –le dijo Víctor, quien ofreció un pack para amenizar la caminata. El grupo asintió rápidamente. Alguien propuso cortar el camino por el Pinoty para salir directamente en la calle del vivero, a unas pocas cuadras de la refinería. Alguien encendió un faso y se pusieron a conversar bulliciosamente. Cuando le tocó el turno en la ronda, Martha fumó un par de bocanadas y rápidamente lo hizo correr al siguiente.

Cuando llegaron frente al cementerio, la joven se detuvo. Su rostro pálido brillaba al igual que su ropa. Iba vestida enteramente de un blanco reluciente. Un mechón de su negra cabellera le cubría parte de los ojos.

La mujer se dirigió hacia el umbral de la necrópolis. A los demás les pareció buena idea curiosear un poco y aprovechar la oscuridad del camposanto para dar rienda suelta a los deseos que apremiaban luego de una frenética noche de perreo al ritmo de la cumbia villera. Se formaron varias parejas y se apartaron un poco para tener algo de intimidad. Entre el césped y las inscripciones de mármol se armó el revolcón. Cuando cada uno hubo hecho lo suyo, súbitamente expuestos por los primeros destellos del día que despuntaba se reincorporaron y se acomodaron las ropas. Entre risas el grupo se reencontró bajo el enorme arco de piedra que adorna la fachada.

-Vamos, te acompaño a tu casa –dijo Víctor haciendo un movimiento como para rozar los dedos de Martha. Sin embargo, fue como si hubiera intentado tocar el viento.

-Y yo acá nomás vivo –contestó ella y flotando se fue desvaneciendo hasta desaparecer completamente entre las lápidas. Todos se quedaron atónitos sin poder pronunciar palabra alguna. Con el pasmo reluciente aún en los ojos se miraron cada uno buscando en vano una respuesta. Al cabo de unos largos segundos, al fin pudieron reponerse del asombro y retomaron la marcha silenciosamente rumbo a sus casas.