viernes, 31 de diciembre de 2010

Progreso y antropología: el aporte de León Cadogan


León Cadogan junto con la inspiración de su existencia, nuestros golpeados cantores del monte  (foto de internet).


Como síntoma del declive de la incuestionabilidad del pensamiento desarrollista-tecnocéntrico y, consecuentemente, la emergencia de un discurso propio de los “subalternos” en forma de réplica a las construcciones académicas impuestas desde el núcleo, la etnografía y los estudios culturales de las sociedades “primitivas” han adquirido un relieve y una centralidad inconcebibles periodos atrás, inmersos como estábamos en el credo del “progreso”. Como señalara Rafael Barrett respecto a la institución religiosa de nuestros tiempos, construida a partir de la sacralización del “desarrollo”: “El siglo es ateo, pero lleva camino de creyente como ninguno”.[1]
En este marco, y bajo el término genérico de globalización, se ha desencadenado intensiva y extensivamente un proceso de uniformización y etnocidio apuntalado en la expansión del capitalismo mundial que, más que llevarnos a un estado de civilización próspero y deseable, ha acelerado los procesos sustractivos de la propiedad ancestral y llevado prácticamente a la desaparición de las adaptaciones culturales que le precedieron, específicamente de las formas indígenas de producción, organización social y el patrimonio simbólico e intangible de los pueblos originarios.  El Brave new world de Aldoux Huxley lo pinta de manera asombrosa.  El orden mundial que se instituye a partir de la supresión de los antagonismos, fin de las ideologías, clausura de la historia y mirada proyectada al “futuro”. Sin embargo, no hay que sacar de perspectiva que el olvido y la impunidad son los corolarios de este discurso “progresista”, que normaliza un régimen de castas bajo la existencia formal de la  movilidad social ascendente, pero que en esencia mantiene un sistema de clase cerrado.
Si la estratificación por la vía de las castas tradicionales estaba dictada por la religión, en las sociedades modernas el estatus adscrito se mantiene bajo otras fórmulas racionalizadoras del acceso diferencial a las riquezas: flexibilización laboral, congelamiento de los salarios por su efecto inflacionario, etc. “Trabajen para nosotros y esperen que algo caerá”, reza la máxima de la teoría del goteo. Además, esta mirada ahistórica naturaliza la disposición del orden socioeconómico soslayando lo que de construcción cultural tiene, es decir, como si las cosas siempre hubieran sido así y que jamás pudieron ser de otro modo.
En una entrevista que mantuviera con Martín Piqué, periodista de Página 12, a  propósito de un trabajo que realizara sobre la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual de la Argentina, el comunicador define el rol de los medios de comunicación como legitimadores por excelencia de la autoridad del poder económico. Basándose en el concepto de hegemonía de Gramcsi, plantea:

“El poder mediático es la expresión, hasta si se quiere ideológica, del poder económico. No hay que olvidar que, como decía Gramsci, en el concepto de hegemonía. ¿Qué es hegemonía? Lograr de alguna manera a través del consenso la dominación de una sociedad, incluso de las clases sociales que no son favorecidas por un determinado programa económico. ¿Y cómo se logra eso? Haciendo pasar los intereses de un sector o clase social como si fueran los intereses del conjunto de la población. Y esa operación  –en eso consiste la hegemonía– para lograrla se necesita esencialmente de los medios de comunicación. Y por eso la propiedad de los medios de comunicación es una cuestión esencial en la puja de poder de cualquier sociedad”.[2]

Como respuesta activa al imperialismo cultural (IC) se viene registrando un dinámico proceso de revisión del significado y el lugar que ocupan los pueblos originarios desde una perspectiva independiente al paradigma de la colonialidad –que presenta la historia como un caso cerrado, como la verdad clasificada, consagrada e irrebatible–. En Espejo para la humanidad, el antropólogo norteamericano Konrad Kottak lo define en los siguientes términos:

“El IC hace referencia  a la rápida difusión o al avance de una cultura a expensas de otras, o su imposición a otras culturas a las que modifica, sustituye o destruye –usualmente debido a la influencia diferencial en el plano económico o político–”. Luego se interroga: “¿Hasta qué punto es la tecnología moderna, en especial los medios de comunicación de masas, un agente del IC?”.[3]

El cuadro así descrito da cuenta de una puja en el ámbito simbólico. La cultura, como ordenador de la estructura social, es un componente fundamental en el afianzamiento de una hegemonía, tan o más importante que la propiedad de los medios de producción.
El sociólogo norteamericano Talcott Parsons elabora un esquema cibernético de la acción social en el que resalta el rol capital de los elementos culturales en la configuración del orden político-institucional. Este presenta niveles ordenados jerárquicamente que actúan sobre los demás en la medida de la información que poseen, ocupando así una posición superior en la pirámide.  En la base se encuentra el sistema biológico, luego el sicológico, el social y, finalmente, el cultural. Lo sicológico condiciona lo biológico, lo social a lo sicológico y lo cultural a lo social. Lo social, por ende, es la institucionalización de los valores culturales. Todo lo que damos por sentado, el sistema económico, las instituciones, carecen de valor más allá del que le atribuye nuestra cultura.
La irrupción de notables investigadores en las propias sociedades de origen de las etnias analizadas ha creado un nuevo marco teórico en la etnografía. Es decir, y no sería exagerado llamarlo de esa forma, una verdadera ciencia social de lo que se categoriza como el tercer mundo. Dentro de esta nueva bibliografía resalta particularmente la contribución de León Cadogan a los estudios antropológicos, el investigador que más luces aportó para el conocimiento de la cultura guaraní.
El hecho principal se registra en el año 1946, con la publicación de fragmentos del Ayvu Rapyta en la Revista de la Sociedad Científica del Paraguay. Esta obra le valdría a León Cadogan convertirse en el más eminente etnógrafo de la cultura guaraní, pues nadie como él hasta ahora logró reunir documentos de grupos étnicos que conservaron su autonomía a tal punto que no registran prácticamente huellas de sincretismo ni asimilación de elementos extraños. Además de su prolífica labor de recopilación y traducción de un guaraní ajeno al común de los profanos, acompañó sus trabajos de notas lexicológicas sumamente reveladoras y sin cuya asistencia sería prácticamente imposible aproximarse al sentido esencial de la cosmogonía indígena. Filólogo, lexicógrafo y antropólogo autodidacta,  su profuso aporte ha sido ampliamente destacado y utilizado como marco referencial por prominentes investigadores como Claude Lévi-Strauss, Pierre Clastres, Alfred Métraux y Egon Shaden. A este último se debe la publicación como libro del Ayvu Rapyta en una edición patrocinada por la Universidad de San Pablo. Aunque Cadogan haya colaborado en las revistas científicas más importantes de su época, como Anthropos de Austria o América Indígena de México, su mayor aporte y lo que le otorgó notable visibilidad en los círculos académicos internacionales fue la publicación íntegra de los anales religiosos de los mbyá del Guairá.
Si bien sus trabajos siguen siendo referencia insoslayable para cualquier tipo de aproximación científica a la lengua y mitología de los indígenas del Paraguay, ese corpus diseminado en publicaciones de todo el mundo asume en ciertos pasajes las características narrativas de una vivencia espiritual no reductible al mero academicismo. La particularidad de su obra, y según me lo señalara también en otra entrevista la poetisa y catedrática de antropología de la Universidad Nacional de Asunción, Raquel Chaves, radica en que Cadogan recibió de sus informantes las tradiciones religiosas, conocidas como las ñe’ê porã tenonde (primeras palabras hermosas), a manera de un don, como una muestra de gratitud, en retribución a las gestiones que realizara para obtener la liberación de un nativo detenido por haber aplicado el principio del “ejovia va’erã teko awy” (debe purgarse la afrenta), ante los atropellos y atrocidades de los que hasta la actualidad son objeto los indígenas en un país donde, como sentenció alguna vez Juan Francisco Recalde, traductor de las obras de Kurt Nimuendaju, “matar indios no es delito”. Ser indígena en Paraguay implica un estatus marginal y una condición degradante, pese a que la sociedad nacional se jacta de haber heredado la garra guaraní y el dulce idioma de la raza primigenia, mientras impone el presidio y la expulsión contra lo que en la retórica reivindica. 
Consideremos, pues, que el etnógrafo, en lugar de limitarse al levantamiento de datos en un pueblo investigado, se integra al círculo de la reciprocidad hasta fundirse en la serie de palabras que componen el himno sagrado. Cadogan no fue un coleccionista de curiosidades “primitivas”, sino un entusiasta y vehemente defensor de los derechos ancestrales de los primeros habitantes de estos pagos, “parias en su propia tierra”, como solía apuntar en los textos de denuncia ante la explotación y el despojo al que sistemáticamente era sometida la población nativa.
 A lo precedente hay que añadir que la segregación nacionalitarista, a pesar de la fortaleza de sus prácticas políticas excluyentes, es teóricamente insustentable, pues durante toda la historia nacional del Paraguay jamás se dio a conocer una producción cultural de la dimensión, profundidad filosófica y belleza como el complejo coreográfico-poético-musical de los ava, término despectivo utilizado para referirse a los “indios”. Así también, lo más destacado de la literatura nacional ha encontrado en la palabra iluminada de los silvícolas su fuente más genuina de inspiración, lo cual le otorga un margen de autonomía a partir del cual sus elementos compositivos no se reducen a puras reproducciones tautológicas de las tendencias derivadas del centro.

El etnólogo y la sociedad

El conjunto de la obra de Cadogan no constituye una arqueología de la oralidad llevada a cabo por un aséptico e impersonal antropólogo encerrado en las barreras del método científico, sino el testimonio de la reducción de un occidental a los misterios de la religión indígena, producto de un saber revelado en los rituales dirigidos al principio creador, Ñamandu Ru Ete Tenondegua, figura arquetípica que por la vía de la emanación se manifiesta hacia el exterior creando y surgiendo de su propio cuerpo. Este episodio del génesis mbyá consignado en el capítulo I del Ayvu Rapyta, titulado Maino’i reko ypykue (Las primitivas costumbres del colibrí), es uno de los capítulos más inspirados de la filosofía panteísta, más aún considerando que podemos leerlo en el idioma original y transcripto por un antropólogo comprometido con su labor, en oposición a los misioneros católicos, puestos al servicio de expandir la ideología religiosa del imperialismo europeo y que en tal propósito desvirtuaron muchos elementos del sentido de la lengua. 
Ahora bien, si hasta ahora la historia del choque entre los dos mundos ha privilegiado el punto de vista de la occidentalización  de las sociedades vernáculas, casos paradigmáticos como este en los que se verifica el fenómeno contrario ciertamente desconcertarán a no pocos exponentes de la “modernidad y la civilización”. Esto debido a sus respectivos marcos teóricos subdesarrollados e incapaces de dar cuenta de la diversidad de las experiencias culturales humanas, esquematizando estas en principios generales y englobándolas como si estuvieran determinadas a cumplir un designio universal.
Esta limitación de orden epistemológico es extensible a una gran variedad de los instrumentos teóricos que utiliza la metrópoli para calificar al resto del mundo. Sobre este punto se destaca lo planteado por el Premio Nobel Octavio Paz en el prólogo a Las enseñanzas de don Juan de Carlos Castaneda respecto a la influencia del marxismo en la ciencia social latinoamericana. Al respecto dice:

“Reducir la magia a una mera superestructura ideológica puede ser, desde cierto punto de vista, exacto. Solo que se trata de un punto de vista demasiado general y que no nos deja ver el fenómeno en su particularidad concreta. Entre antropología y marxismo hay una oposición. La primera es una ciencia o, más bien, aspira a convertirse en una; por eso se interesa en la descripción de cada fenómeno particular y no se atreve sino con las mayores reservas a emitir conclusiones generales. Todavía no hay leyes antropológicas en el sentido en que hay leyes físicas. El marxismo no es una ciencia, sino una teoría de la ciencia y de la historia (más exactamente: una teoría histórica de la ciencia); por eso engloba todos los fenómenos sociales en categorías históricas universales: comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo. El modelo histórico del marxismo es sucesivo, progresista y único; quiero decir, todas las sociedades han pasado, pasarán o deben pasar por cada una de las fases de desarrollo histórico, desde el comunismo original hasta el comunismo de la era industrial. Para el marxismo no hay sino una historia, la misma para todos. Es un universalismo que no admite la pluralidad de civilizaciones y que reduce la extraordinaria diversidad de sociedades a unas cuantas formas de organización económica. El modelo histórico de Marx fue la sociedad occidental; el marxismo es un etnocentrismo que se ignora”.[4]

No se niega aquí que existan elementos constantes e interrelación en las sociedades, que en su proceso adaptativo se enfrentan ante condicionamientos similares y como respuesta desarrollan mecanismos de la misma naturaleza, pero esto no debe hacernos perder de vista la variabilidad histórica. Las culturas no son reductibles a una regla general universal, a pesar de los elementos comunes entre sí.
En esta línea de análisis Octavio Paz desarrolla el concepto de antiantropología, como negación o superación de la acción etnográfica en sentido tradicional, transformando el eje de las relaciones sujeto-objeto, pero también el de la antropología en otro tipo de conocimiento. En este sentido cabría decir que el Ayvu Rapyta, por las circunstancias en las que llegó hasta nosotros, experimentó un proceso similar al descrito por Paz en el texto citado. Esto considerando que las relaciones del antropólogo como sujeto de estudio y una etnia determinada como objeto estudiado se suprimieron para dar lugar a una relación en la que el investigador fue asimilado hasta convertirse en aprendiz de payé y el oporaíva (cantor, dirigente espiritual de la tribu; Cadogan 2007)     en maestro que guía el aprendizaje. Según el análisis del escritor mexicano, esta relación implica la derrota de la antropología y el triunfo de la magia.

En análogo sentido se expresa el antropólogo Miguel Alberto Bartolomé, quien sostiene que la práctica etnográfica estará impregnada de componentes afectivos en tanto ese observador-investigador renuncie a la quimera de la neutralidad y asuma que no está tratando con pueblos-objeto, sino con personas, y que una investigación auténticamente participante implica vivir y sentir desde dentro las costumbres y los vínculos desde una posición de alteridad, de ser el Otro (la otredad, según lo llama Octavio Paz), al margen de nuestros condicionamientos y softwares culturales. Por ello también este autor rechaza la terminología de “informante” para referirse a los nativos que lo recibieron y depositaron en él su confianza, porque de alguna manera los cosifica, y a quienes  ve más bien como “interlocutores de las sociedades a las que interroga”, según consigna en su ensayo En defensa de la etnografía.
En este mismo artículo menciona otras transformaciones en el marco de la acción antropológica, como que si tradicionalmente la narración etnográfica habló sobre los indios, ahora se trata de hablar con y para los indios, ya que cada vez más el trabajo será leído y criticado por quienes no eran sino objetos de estudio, fenómeno que el autor define como reversión social de la información. Resalto este punto porque se aproxima a mi experiencia, puesto que en varias ocasiones recibí la réplica del propio “objeto antropológico”, cuestionando mi interpretación hecha a partir de los parámetros de la sociedad envolvente.
Cadogan es adoptado por los nativos como miembro genuino del asiento de los fogones e iniciado en las tradiciones de los Jeguakáva tenonde porãngue i  bajo el nombre de Tupã Kuchuvi Veve (agente del genio tutelar de las aguas y el trueno que en forma de torbellino pasa volando espantando a los duendes portadores del pochy), por lo que su obra es la semblanza de una conversión más que una simple investigación etnográfica.
De hecho, Cadogan nunca realizó estudios especializados de antropología. En una entrevista realizada por el diario La Tribuna en 1969,  al ser consultado sobre su formación académica, con esa ironía ingeniosa que caracteriza a sus Memorias responde que él se graduó de doctor en arandu ka’aty (sabiduría de la selva) en la Universidad de Paranambú. El propio Karoga, como lo llamaban sus amigos mbyá, en varias ocasiones señaló que los principales maestros de su vida fueron los místicos de la selva, los sabios que recibían las palabras inspiradas de la llama y la tenue neblina que se depositaban en el adorno de plumas. Lo esencial de esta nueva sinopsis es la superación de las relaciones de poder que ejerce el investigador con relación a su objeto de estudio.
En cambio, tampoco hay que ocultar los conflictos y disputas internas que suscitaron la publicación y traducción de los cánticos sagrados a fin de dimensionar el sentido de responsabilidad que implica la investigación científica de los grupos humanos. Los indígenas conservan, en mayor o menor medida y aunque la tendencia haya cedido, una valoración esotérica de sus tradiciones, y el hecho de divulgarlas constituyó una violación frontal a su código de ética.
Esta circunstancia puede ser abordada desde una doble matriz. Según la nomenclatura conceptual de la etnografía, existen dos enfoques para medir las percepciones en un contexto de investigación, emic y etic. Desde una perspectiva emic (desde dentro), efectivamente Cadogan no dimensionó las consecuencias éticas de su trabajo al divulgar las ñe’ê porã tenonde a extraños, cuando que el conocimiento de las mismas debe circunscribirse a un ámbito restringido y solo a los que gozan de la plena confianza de la comunidad. Él mismo menciona que luego de estos episodios se le negaron incluso la revelación de nombres de plantas.
Desde una perspectiva etic (desde afuera: el investigador y la sociedad nacional de la que proviene), el aporte de Cadogan resulta invaluable en cuanto a los datos que proporciona a fin de obtener un conocimiento más acabado de la mitología guaranítica, al mismo tiempo que restituye a los nativos su dignidad achacada durante más de cinco siglos de explotación colonial. Demuestra que la lengua nativa, lejos de ser pobre e incapaz de transmitir conceptos mínimamente elaborados, es de una belleza extraordinaria y de una profundidad inquietante. La pérdida de las narraciones orales sobre el fundamento del lenguaje humano hubiera implicado una catástrofe de dimensiones  indescriptibles.
Su obra nos replantea la validez de todo el universo simbólico sobre el cual se hallan suspendidas nuestras creencias –aparentemente muy naturales a raíz del condicionamiento que ejerce la cultura o porque simplemente nos habituamos a ver la realidad de esa manera–, mostrándonos las posibilidades insospechadas de la lengua oral frente al estatus subalterno que ocupa con relación a la lengua de prestigio. Por lo tanto, la diglosia opera como mecanismo de minorización de una lengua no por sus posibilidades intrínsecas o capacidades comunicativas, sino como resultado de la afirmación de dispositivos políticos, económicos y culturales que tienden a suprimir el complejo multilingüe y heterofónico, todo ello con el fin de imponer un discurso único, un discurso paradojalmente autodenominado democrático y liberal. Quien ejerce la palabra ejerce el poder. Por ello el establishment político y económico, a través de los medios de comunicación y  bajo un manto de civilidad y progreso, reprime la herramienta  vehicular por antonomasia de las expresiones populares: la lengua guaraní en la coyuntura específica de nuestro país.
Esa característica –la oralidad– que le ha valido al guaraní los históricos achaques como “lengua salvaje sin escritura” constituye, sin embargo, su principal fortaleza y lo que nos permitió llegar a documentos que no fueron asimilados precisamente por la ausencia de ese sostén material que lo volvía intangible e inmune a la acción devastadora de los “procesos civilizatorios”. Todos los diccionarios y narraciones preparados por misioneros sufrieron la mano encubridora de quienes pretendían transformar esos canales para propagar los postulados teóricos o componentes ideológicos de la conquista. Sin embargo, si se logró rescatar un legado puramente indígena que se mantuvo impermeable a la Inquisición fue precisamente porque el antropólogo las conoció directamente y de manera oral de los chamanes, que lo hicieron partícipe de las palabras sagradas sin mediatizaciones de ningún tipo, sean alfabéticas, ideográficas o cualquier otro tipo de sostén material o forma de registro cuyo contenido sea susceptible de alteración.
Se señala la inexistencia de un tipo escritura como una limitación de la lengua sobre la cual se erige la minusvalía social  que sufre respecto a la lengua “culta”. Sin embargo, la escritura es un agente que actúa en menoscabo de las potencialidades de la lengua oral, pues por sus propias características estructurales no puede rescatar el contexto más amplio en el que se desenvuelve la oratura. Esta incluye todo un lenguaje cinético-visual, una entonación que le otorga nuevas significaciones al discurso y una interacción con el público que participa a su vez activamente en la representación,  aspectos que la escritura no puede aprehender.
A pesar de que existe una jerarquía que sitúa a la literatura por encima de la oratura en cuanto al legado artístico verbal, el estudio de las tradiciones aborígenes termina descalificando todo ese cuerpo de preconceptuaciones etnocentradas, para reafirmar que los elementos que se aglutinan en su ritualización le confieren mayor “riqueza”, si consideramos la cantidad de recursos que utiliza. La oralidad tiene una naturaleza holística, ya que durante su ejecución confluyen diversas formas artísticas, ante las cuales la escritura ejerce un efecto restrictivo. Es decir, lo que desde el punto de vista de los cánones eurocéntricos resulta un indicio de pobreza (según algunos planteamientos, la supervivencia de las lenguas nativas –el guaraní en el caso del Paraguay– es fuente de atraso y una obstrucción al desarrollo intelectual) se convierte en exactamente lo opuesto apenas nos ubicamos más allá de esa perspectiva unilateral y fragmentaria.

Ciencia social y etnocidio

La ciencia occidental como forma de poder en su principio generalizante es quietista y conservador. El mecanismo de este conservadurismo teórico Eduardo Grüner lo describe de manera muy ilustrativa en su artículo “Pierre Clastres, o la rebeldía voluntaria”. En el mismo señala que la colonización intelectual a más de ser un forma de poder político y económico representa la ley del esfuerzo mínimo, ya que en su afán de mantener un dogma neutraliza o directamente suprime los hechos que no se ajusten a él. Según sus propias palabras:

“En definitiva, colonizar [a los primitivos] intelectualmente, solo para conservar, táctica tranquilizadora, un dogma que nos ahorra el esfuerzo, el coraje de pensar de nuevo. Ironía trágica: a las sociedades que, en beneficio propio, no quisieran cambiar, se les obliga a hacerlo para poder no cambiar una teoría que, por definición, estaría forzada a transformarse. Al conservadurismo revolucionario de la sociedad se lo aplasta con la revolución conservadora del dogma: parafraseando al Gatopardo, es necesario que la sociedad cambie para que la teoría quede igual”.[5]

Pierre Clastres, que estuvo por el Paraguay e hizo un trabajo de campo con los aché y a partir del cual publicó su Crónica de los indios guayakí, decía que su intención era dar una bofetada a la sociedad occidental demostrándole que otra forma de concebir la organización social existía y hacerle presente, por lo tanto, la derrota de su intervencionismo, ya que al no poder transformar a estas sociedades tuvieron que eliminarlas directamente. La muerte de los Salvajes, como Clastres llamaba a los nativos a fin de distanciarse del lenguaje afectado por la corrección política, que para él representaba tan solo formas eufemísticas de suavizar el genocidio, es el testimonio del fracaso del proceso civilizador, puesto que al no poder incorporar a los indígenas a su engranaje mental (etnocidio) se vieron obligados a exterminarlos físicamente (genocidio), en un intento desesperado por mantener en pie su edificio científico. Directamente, una quema de archivos a fin de no quebrantar los principios de su estabilidad dogmática, de suprimir todas las variables que la contradigan.

Como principal muestra de esta herencia tenemos que la mayoría de los planes, por muy bienintencionados que puedan llegar a ser algunos de ellos, plantean como única solución a la cuestión indígena la incorporación plena al “mundo civilizado”, que hipotéticamente traerá aparejadas mejoras en términos absolutos de las condiciones de vida en las que se encuentran. Lo que a menudo se omite es qué implicará concretamente ello: inserción al capitalismo periférico como fuerza de trabajo a bajo costo en condiciones de explotación.

No obstante, la economía latifundiaria de exportación de commodities, es decir, producción primaria sin elaboración, carece de condiciones a fin de absorber el desplazamiento de los indígenas agrícolas a un contexto urbano. Esta antropología que cumpliría el rol de proporcionarnos el conocimiento de los indígenas para lograr su transformación, sin embargo, se ha elaborado desde la distancia y desconoce la dimensión cultural del desarrollo económico y la necesidad de que sean compatibles a los grupos a los que está dirigido. Específicamente, contamos con la  experiencia de comunidades que han mantenido el promedio de calidad de vida en proporción a la resignificación que lograron imprimirle a los elementos culturales de la sociedad envolvente y su posterior interiorización a su modo de ser, alternando su participación en los universos sociales indígena y nacional.

Tal es el caso particular de la comunidad mbyá-guaraní de Remanso Toro, Alto Paraná, a la cual visité en una ocasión, que ha logrado conservar sus tierras, su cultura, sus tradiciones orales y religiosas, pero al mismo tiempo desarrollando una agricultura basada en instrumentos tecnológicos externos a sus patrones culturales. A través de un proceso activo de resemantización de los elementos nuevos, se han ajustado con solvencia a los cambios en tanto estos no hayan sido impuestos bruscamente, sino acondicionados a sus propias expectativas y propósitos.

Finalmente, superando la visión economicista, Cadogan  es uno de los que ha logrado reconstruir el sentido del tratado etnográfico. Su obra es rigurosa en materia lingüística y antropológica, pero no por ello desprovista de un alto componente de aprendizaje iniciático. Investigación participante en el sentido pleno del término. Es el antropólogo que se convirtió en neófito a partir de las enseñanzas de ese objeto que el discurso modernizante no quiere conocer sino destruir. Transformación del método como deconstrucción de la antropología, pulverización de las certezas de nuestro tiempo. En fin, una inversión de la racionalidad utilitarista que nos replantea la legitimidad de nuestras ideas sobre el progreso, advirtiéndonos lo que el mismo encierra de pura superestructura ideológica.




[1] Rafael Barrett.  “La nueva religión. Obras completas, Tomo II, pág. 168.
[2] Paulo López. Las leyes quedan, los gobiernos pasan (E’a Digital).
[3] Konrad Kottak. Espejo para la humanidad, pág 248.
[4] Octavio Paz, La mirada anterior, Prólogo a las enseñanzas de don Juan, págs 23-24.
[5] Eduardo Grüner. Pierre Clastres, o la rebeldía voluntaria (de la compilación El espíritu de las leyes salvajes), pág 26.




 Bibliografía

ABENSOUR, Miguel (compilador). El espíritu de las leyes salvajes. Pierre Clastres o una nueva antropología política. Bs. As., Ediciones del Sol, 2007.

BARRETT, Rafael. Obras Completas, Tomo II. Asunción, RP Ediciones, 1988.

CADOGAN, León. Ayvu Rapyta. Asunción, CEPAG, 1997.

CADOGAN, Rogelio. Tupã Kuchuvi Veve. Asunción, CEPAG, 1998.

CASTANEDA, Carlos. Las enseñanzas de don Juan. Bs. As., Fondo de cultura económica, 2007.

HUXLEY, Aldous. Un mundo feliz. Barcelona, Editorial Edhasa, 2007.

KOTTAK, Conrad. Espejo para la humanidad. Madrid, Mc Graw-Hill, 2003.

LÓPEZ, Paulo. Aproximación sociológica al discurso de la Tierra sin Mal manifestado en el Ayvu Rapyta. Tesis de grado. Facultad de Filosofía UNA.

ROCHER, Guy. Introducción a la sociología general. Barcelona, Editorial Herder, 1990.

BARTOLOMÉ, Miguel Alberto. En defensa de la etnografía. Suplemento antropológico, Asunción, CEADUC, Vol XXXIV, no. 2, 1999, p. 191-204.

Archivo electrónico

LÓPEZ, Paulo. Las leyes quedan, los gobiernos pasan. Entrevista con Martín Piqué. www.ea.com.py.

PRAT FERRER, José. Las culturas subalternas y el concepto de oratura. www.funjdiaz.net.












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