viernes, 25 de junio de 2021

El karma de ciertas chicas

En este primer viernes después de su fallecimiento, reedito un tributo homónimo al cuento El karma de ciertas chicas de Juan Forn (Nadar de noche, 1991) escrito hace casi diez años.  


Ilustración de Caló.

Estaba terminando de leer el libro. Hizo una pausa y se puso a fumar. Recordó aquella habitación de hotel en Buenos Aires. Él se hizo de un ejemplar de Nadar de noche de Juan Forn y leía en voz alta El karma de ciertas chicas.

Ella escuchaba, acostada a su lado en la cama mientras tomaba un ferné. Los veladores prendidos y las últimas columnas de vapor que salían del baño de aquel cuarto de hotel de avenida de Mayo al 1298. Se le figuraron de pronto el balcón, las perchas, las ropas desparramadas por el piso y las manchas en la sábana.

 

Los apagones eran cada vez más frecuentes. Pero bastaba sumergirse en la bañera y no pensar en nada para que todo pase. Ella decía con frecuencia que no era feliz. Ella tenía un karma. Tal vez le pesaba su belleza. A él también le pesaba estar con una mujer así. No era lo que podría decirse un pesar, sino una necesidad algo destructiva. Había momentos en que no la soportaba más. Sin embargo, cuando no la veía lo que más extrañaba eran sus regaños.

 

Evocó uno de sus tantos reproches: Por supuesto que estoy harta, y por supuesto que tengo razón. Vos no entendés nada, vivís en tu burbuja, y todo lo que no te interesa lo ignorás olímpicamente. Si alguien te cuenta que está angustiado, lo que te asombra es que no haya ido al cine a ver la última película que te gustó a vos. 

 

Luego aprendió a tolerar e incluso amar su neurosis. Fue luego de comprender que había millones de chicas por la calle que creían realmente que ser lindas era un problema, un verdadero karma que nadie parecía tomar en serio. 

 

Esos días en Buenos Aires fueron como esa bañera que remediaba momentáneamente la crisis, pero no alcanzaba a anular el problema. Los apagones volvían indefectiblemente.

 

Llovía en la calle Corrientes y caminaban agarrados del brazo resguardados bajo el paraguas. Era viernes y compró el diario. Hacía años que no se perdía una sola de sus contratapas. De entre todas ellas, recordó especialmente a una de las heroínas de sus historias, aquella que se reencuentra con un amor adolescente y le dice, sin reprocharle nada, que sabía por qué él no fue a buscarla: con el tiempo comprendió que para un poeta lo más importante no es tener una musa, sino perderla.

 

Se sentó en un bar y se puso a releer aquel cuento de la chica de los vídeos y la comida china que decía que los hombres éramos todos unos hijos de puta, ya que nos preocupaban más los cuernos que la posibilidad de ser felices.

 

Ella estaba tan solo a unas cuadras… pero tan lejos. Tal vez yacía acostada en el sofá con el tipo con el que ahora salía. Asunción, esa ciudad que se caía a pedazos como él.

 

Todos los días luego de poner el punto final al último artículo bajaba las escaleras y apenas al atravesar las puertas ya podía contemplar esa inmensa pesadilla que restaba de noche antes de quedarse dormido.

 

Un día decide llamarla y ella acepta que se vean en su apartamento. Cuando llega encuentra que la puerta está abierta. Entra y escucha la ducha. Ella se está bañando. Da unas vueltas por la sala, un tanto nervioso. Se asoma al ventanal de vidrio y deja clavada la vista en el antiguo altillo que estaba a dos calles. El reflejo de las luces dibujaba formas vivas sobre la bahía. 


–¿Qué, te vas a quedar ahí para siempre?, dice ella desde el baño.

Respira hondo, se decide y entra. Ella lo mira con los ojos fijos, desnuda, con sus formas fluctuando en el agua. Allí estaba esa chica para quien era un verdadero problema ser linda y que al parecer necesitaba una pequeña ayudita para seguir soportando su belleza.

Mientras se metía en la bañadera, él pensó si eso que estaba pasando era el principio de una maratón altruista o apenas una claudicación más. Pero no le importó demasiado; siempre le había resultado difícil pensar adentro del agua.

 

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