sábado, 30 de octubre de 2010

Matrimonio y biologismo


Afiche de una calle de Bs. As.

Llego un tanto rezagado a este debate. Aunque considero que el tema se impuso a la opinión pública con una importancia mayor de la que en verdad posee –pues nos estamos jugando cuestiones más cruciales en este momento que la de legalizar uniones de facto entre personas del mismo sexo–, no he querido dejar pasar por alto ciertos aspectos de la línea  argumental de los detractores del matrimonio gay, en especial la campaña realizada en nuestro país: “Queremos papá y mamá”. Al parecer ha quedado atrás la etapa más candente y acalorada de la discusión, por lo que vamos a abordarla con la mirada serena del viajero una vez vuelto a casa, que recién ahí cae en la cuenta de ciertos detalles significativos de su periplo, cuando ya la tormenta ha pasado.
Es antinatural, dicen algunos. Se desvía de la función reproductiva de la sexualidad, aseveran otros. Es decir, los activistas antigay, en su mayoría vinculados a grupos religiosos conservadores, han tomado el biologismo como su principal estandarte. Ello sin advertir lo que de antinatural tienen sus creencias de ultratumba y la vida “verdadera” que aseguran nos espera luego de nuestro paso transitorio por esta tierra. Pero ese es otro tema.
Veamos, pues, lo que el matrimonio monogámico heterosexual tiene de simple construcción cultural. La familia tal cual la concebimos no constituye una unidad biológica-natural que haya existido desde el origen de la especie, sino una institución histórica muy vinculada a los cambios en la organización económica.
La poligamia nos resulta muy conocida. No tanto así la poliandria. En este último tipo de disposición social es la mujer la que convive con varios hombres a la vez, sin que la figura masculina se arrogue el derecho de reclamar el monopolio de la genitalidad femenina. Así tenemos que la descendencia se marca por línea materna, pues la paternidad no puede establecerse de manera segura. Existe un páter social, aunque cualquier otro puede ser el genitor. Esto otorgaba mayor prestigio a las mujeres quedando relegada la paternidad como elemento secundario. Estas sociedades eran matriarcales, con un tipo de producción económica comunitaria en el que el sentido de propiedad privada así como lo conocemos en la actualidad era prácticamente inexistente.
En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Friedrich Engels establece un paralelismo puntual  entre la propiedad privada de los medios de reproducción (matrimonio monogámico) y la propiedad privada de los medios de producción (capitalismo burgués). En el celebre prólogo a la cuarta edición estudia el paso de las sociedades matriarcales a las patriarcales a partir del análisis de las tragedias griegas, específicamente Las Erinias de Esquilo. Según argumenta el filósofo alemán, el matrimonio-propiedad es la expresión sexual de la explotación capitalista.
Por otro lado, el antropólogo norteamericano Conrad Kottak, en su libro Espejo para la humanidad, enumera varios ejemplos de cómo el matrimonio se construye socialmente. En Sudán una mujer nuer puede casarse con otra mujer si su padre no tiene hijos. A fin de mantener el linaje patrilineal, la mujer mantiene relaciones con otros hombres bajo la aprobación  de su “esposo” femenino, que asume el rol del hermano que no tiene. Cuando la mujer queda embarazada, el hijo pertenece a ambas mujeres. Una es la madre y la otra es el “padre” social. Según las observaciones hechas por el antropólogo, los niños que crecen en este tipo de matrimonio no sufren trastornos visibles y los miembros de esta sociedad no ven nada extraño en esas prácticas que a nosotros nos resultarían “antinaturales”.
Un ejemplo más radical proporcionado por el autor es el de dos tribus de Papúa Nueva Guinea en las que lo socialmente aceptado es la homosexualidad, y las relaciones entre sexos distintos se practican en la clandestinidad y solo con fines reproductivos. Los etoro prefieren el sexo oral entre los hombres, en tanto que los marind-anim el sexo anal. Recíprocamente, los individuos pertenecientes a un grupo consideran repugnantes las conductas sexuales del otro, en tanto que nada de anormalidad perciben en sus propios hábitos.
Nuestras costumbres no son más naturales que otras y la heterosexualidad, aunque parezca estar determinada biológicamente, no constituye más que una elaboración cultural. En una democracia es lícito estar de acuerdo o en desacuerdo, pero de allí a pretender que nuestras convenciones sociorreligiosas son las únicas viables es algo que se opone a los principios democráticos más elementales.

2 comentarios:

Unknown dijo...

La Ley no crea la realidad, la administra. Cuando se discutió el voto de la mujer en argentina, también se dijo que la familia se iba a disolver y cuando se votó la Ley de divorcio vincular en Paraguay se dijo que todo el mundo se iba a separar por culpa de esta ley y no fue así. Simplemente se regularizó la situación de las parejas que ya estaban separadas y vueltas a "juntar". Igualmente, con la Ley de matrimonio o unión de personas del mismo sexo, no va a haber más homosexualidad, solo se van a reconocer derechos a personas humanas iguales a los demás.

Paulo César López dijo...

Muy interesante ese punto de la ley como administración de la realidad y no como su generadora. Por supuesto, el comportamiento sexual no se marca por decreto, incluso la prohibición espolea las cosas por hacer eso que está prohibido, como ocurre con el hecho de que la experiencia de varios países dice que la legalización de la marihuana disminuyó el índice de consumo en lugar de alentarlo.