sábado, 10 de octubre de 2020

El espectro de la antena

Hace muchos años fui testigo de un horrible crimen ocurrido en una zona despoblada. Ahora quiero contarles sobre una extraña aparición que se me manifestó una madrugada cuando pasaba cerca del mismo lugar.


Foto: Pikist.com

Durante el invierno, cuando salíamos del colegio a las 6:00 de la tarde, ya estaba totalmente oscuro. De regreso a nuestras casas, siempre íbamos por un camino oculto de una zona despoblada. Nos sentábamos debajo de un árbol de guayaba que lindaba con una extensa propiedad donde se erigía una antena de radio de alta potencia. Íbamos siempre por allí, pues, como es lógico, a nuestros 15 años debíamos escondernos para fumar.

Ese día solo estábamos Javier y yo. Justo en el momento en que atravesábamos el caminito que bordeaba el tejido de la estación repetidora escuchamos el grito desesperado de un hombre pidiendo socorro.

-¡Auxilio, auxilio! –gritaba con una voz ronca y quebrada.

Nos miramos el uno al otro y empezamos a correr hacia nuestras casas para buscar ayuda. Cuando llegamos a Mangoty, la canchita de nuestro barrio, nos encontramos con Ariel, Cayé y Gustavito, unos amigos con quienes nos reuníamos cada noche en La Casita, una construcción abandonada pegada a la cancha donde nos juntábamos para hacer cocido con tortilla, fumar, contar anécdotas, chistes y otras historias. No faltaban tampoco las rondas de caña con pomelo y, de vez en cuando, hasta algún porrito.

Cuando nos vieron llegar tan apresurados, se levantaron rápidamente del tronco en el que estaban sentados advirtiendo que algo grave había ocurrido. Intenté contener los jadeos para explicar la situación.

-Hacia la antena un tipo estaba gritando pidiendo auxilio en el yuyal, parece que le van a matar –les conté tan tranquilo como pude.

-¡Jaha, jaha, vamos, vamos! –arengó Javier.

Cuando al fin llegamos, el hombre estaba abrazando entre llantos a una mujer que yacía en el suelo inmóvil y con la ropa desgarrada. Se asustó al vernos, pero luego se tranquilizó al darse cuenta de que nuestra intención era ayudar.

-Fue Kavaju, fue Kavaju –dijo y quedó tendido entre las malezas con los ojos abiertos como si solo hubiera estado esperando delatar a su asesino antes de irse junto con su amada lejos, donde ya no pudiera sentir dolor.

Varios minutos después llegó la Policía. Acordonaron el área hasta la llegada del forense, que examinó la escena y luego autorizó que los cuerpos sean entregados a los familiares. Gracias a la confesión que nos hizo el hombre antes de morir, los atacantes fueron identificados rápidamente siguiendo la pista de una vieja disputa entre clanes familiares.

Cada vez que pasaba cerca de allí, no podía evitar evocar el episodio. Así pasaron unos dos años hasta que en las primeras horas de la madrugada de un domingo volvía solo a mi casa luego de una fiesta del colegio. Cuando terminé de cruzar la placita del eucaliptal, un hombre giró y empezó a caminar en mi misma dirección. Pensé en correr, pero no quise hacer el ridículo de espantarme ante una falsa alarma.

De pronto me puse a pensar nuevamente en aquel suceso y sobre qué habría pasado si hubiéramos auxiliado de inmediato a ese hombre y su novia. Quizá seguirían vivos o yo también estaría muerto con ellos. Pero un fuerte golpe en la cabeza me hizo volver de mis pensamientos. El sujeto que me seguía apretó el cuchillo contra mi cintura e hizo la voz de asalto.

-La guita, la guita, dame toda la guita –dijo con cierto acento rioplatense y una voz entrecortada como si tuviera la lengua endurecida.

-No tengo nada. Vengo de farrear –le expliqué.

-El reloj, dame el reloj –exigió señalando mi preciado Citizen negro con malla de metal que me había regalado mi padre.

Pero antes de que pudiera quitármelo, una sombra negra envolvió al desconocido y lo arrojó golpeándolo contra el empedrado una y otra vez. Apenas pudo recuperarse, el asaltante huyó espantado y yo me quedé mudo sin saber qué hacer.

Entonces repentinamente se hace nítida la figura de aquel hombre y la mujer a quienes intentamos auxiliar aquella vez.

-Hemos vuelto para ayudarte porque gracias a tu testimonio hemos encontrado la paz de que los responsables de lo que nos hicieron han pagado su culpa me dijo aquel espectro mientras se desdibujaba y se alejaba perdiéndose en la oscuridad tomado de la mano de su novia.

6 comentarios:

Elsa María Ríos dijo...

Muy buena historia. Escribís muy bien. ¡Te felicito por animarte a publicar y compartir!

Paulo César López dijo...

Muchas gracias. Para mí es tan valioso el retorno de parte de los lectores.

rubén dijo...

De verdad te hablaron los espectros?

rubén dijo...

De verdad te hablaron los espectros?

rubén dijo...

De verdad te hablaron los espectros?

Paulo César López dijo...

Ya queda a cargo de cada uno creerme o no. Jaja. Es una ficcionalización de algunos hechos reales. Solo diré eso.