sábado, 16 de abril de 2022

El último baile

Una vieja creencia popular dice que no se debe salir si no se trata de una urgencia impostergable luego de haberse quedado dormido. Este es el caso de un suboficial de marina de 22 años que una noche ya había caído en un profundo sueño cuando interrumpieron su descanso para llevarlo a una fiesta.


Imagen: himalsanchar.com


Aquella mañana de sábado Álvaro soñó que se perdía entre los árboles de un bosque ignoto. Cuando más buscaba la manera de salir, más se hundía en la confusión de la espesura. Al despertarse no le prestó mucha importancia y pensó que se trataba de una típica pesadilla más. Se levantó y como buen abuela memby que era desayunó un bife koygua y jugo de limón. Puso música y se dispuso a preparar tereré. El almuerzo fue la especialidad de la abuela, ñoquis con salsa roja. 

Descansó un rato la siesta y luego fue a la despensa de ña Susy, el lugar más concurrido del barrio. Además de la cancha de vóley pegada al local, atendían las dos bellas hijas de la dueña, según recuerdan los de aquella generación de los postrimeros años de los noventa. Allí siempre había una gran concurrencia que, al son de la cachaca, compartía sendos sets entre copiosas rondas de cerveza.

No había nada fuera de lo habitual en aquel fin de semana en el que el joven suboficial Álvaro Benítez se encontraba de franco. Tras perder el partido que estaba jugando, fue a sentarse a una esquina. En un momento dado observa que su abuela baja la calle en compañía de Pepe, su pequeño sobrino de ocho años. Al verlos, ya poseído por la alegría del alcohol, se acerca corriendo hasta ellos y le da un abrazo a su abuela, quien lo reprende porque estaba bebiendo.

-Nde mitã’i, nde he’u jeýma hína pe bebida. Anive he’u pe cerveza. Mboy veces ha’éma ndéve (1) –le regañó en su característico tono de dama de hierro. Álvaro solo sonrió y se retiró. Se sentó en una esquina con una lata en la mano y poco después observó que su sobrino iba corriendo en dirección al almacén.

-Papi, vení un poco –lo llamó. El niño fue hacia él.

-¿Qué, tío? –le preguntó aquel niño rubio y de cabello ondulado.

-¿A dónde te vas? –interrogó.

-Abuela me ocupó en el almacén –le contestó.

-Ahh bueno, andá, pero primero dame un beso, Papi –le dijo mientas ponía una mejilla y luego la otra. Álvaro, siempre efusivo con los suyos, estaba especialmente expresivo esa tarde por la buena vibra de un día libre de la tediosa monotonía de la vida militar. El niño correspondió el gesto a su tío y fue a cumplir la diligencia que le había encargado su abuela.

 

***


Así fue transcurriendo la tarde hasta llegar el ocaso.

-Jahána ko pyharépe el Bosque-pe (2) –propuso uno de los amigos del barrio.

-Jajajajajaja –estalló en una carcajada uno de ellos.

-Mba’e, a mil’i la puñalada pio (3) –bromeó.

-Jaha katu (4) –secundó el marinero fortachón súbitamente envalentonado por la buena partida de cerveza que ya se había bebido. 

-Ja’uve michimi ha upéi jaha (5) –propuso uno.

-Oîma (6) –se sumó otro más.

Corrió la siguiente ronda y después cada cual fue a su casa a bañarse y vestirse para una noche de baile en el Bosque de la Alegría, uno de los lugares más violentos de la época en toda el área central. De hecho, a causa de su mala fama aquella pista mortal en la que muchos jóvenes bailaron por última vez cerró sus puertas. Sin embargo, eso solo pateó unas cuadras adelante aquel mundillo en el que el cuchillo y la pólvora eran los amenizadores infaltables de cada noche.

 

***

 

Álvaro se bañó a las apuradas y se vistió a la típica usanza cowboy: jeans, camisa a cuadros y botas texanas. Mientas esperaba a sus amigos, de pronto sintió que se desvanecía y fue sucumbiendo al letargo hasta perder completamente la conciencia. Unos minutos después llegaron a buscarlo en manada desatando un coro de ladridos a su paso. Casi nadie tenía dinero, solo Álvaro, quien a su edad era el único entre sus amigos con un trabajo fijo y una buena remuneración para esa despreocupada etapa de la vida. Había que tomar un taxi o sortear caminando varias cuadras una arribada de más de diez grados. 

-Álvaro okéma hína. Ha’e ndosêmoavéima (7) –dijo la mujer de cabellera color ceniza haciendo notar su disgusto ante los inoportunos amigos que venían a interrumpir el descanso de su nieto. Estos se retiraron momentáneamente hasta la esquina, pero no cejarían en su empeño de llevarlo a la fiesta. Aguardaron unos minutos y designaron a uno para ir a buscarlo por segunda vez, pero sin éxito. Y así, a la tercera la vencida. Rodrigo abrió el portón de madera de la casa y entró sigilosamente al patio hasta la ventana de la habitación de Álvaro. Esta vez el golpe de los cristales lo despertó, por lo que se levantó, se acomodó el cabello y salió al encuentro de su amigo.

-Anína reho, che memby. Ndéko ekéma kuri. Ko este día opáma ndéve ĝuarã. Muchas veces ko péicha oikose la desgracia (8) –le suplicó su abuela desde la puerta de su habitación.

-Ani ejepyapy. Voi aju jeýta (9) –aseguró el joven intentando tranquilizarla.

-Jaha (10) –dijo dirigiéndose a su amigo y se marcharon hacia la parada de taxi más cercana rumbo a ese lugar cuyo nombre era casi un oxímoron sin saber que el de esa noche sería el último baile de su vida.

 

***

 

Una vez que llegaron, el ambiente no tardó en enrarecerse. Por entonces todo el mundo se conocía y Carolina, la chica con la que Rodrigo estaba bailando, era pretendida por la mitad del baile. Pero nadie estaba dispuesto a facilitarle las cosas al competidor de turno.


Del viejo local del Bosque de la Alegría, sobre la avenida Defensores del Chaco, queda aún el tinglado, reconvertido en salones y apartamentos. 

-Che ko’ãga ajerokýta hendie (11) –irrumpió José, un conocido y pendenciero habitué del Bosque.

-Nooo mba’e. Ekañy águi (12) –respondió Rodrigo con vehemencia. Pronto se desató una pelea entre ambos. En una época en la que el mano a mano era una institución, la concurrencia se limitó a formar una ronda para observar a los ocasionales contendientes batirse a golpes. Rodrigo aplicó dos certeros golpes de puño a José a la altura del pómulo que lo dejaron embotado y con la vista estrellada. Cuando supo que no podría con su contendiente por esa vía, se dispuso a retirarse no sin antes lanzar una advertencia.

-Aháta aju ndéve (13).

-Néipy (14) –se limitó a responder Rodrigo.

Luego de que hubieron salido de la fiesta, Álvaro se dirigió directamente al panchero para aplacar el hambre y morigerar un poco la borrachera. José ya estaba esperando a Rodrigo afuera con una veintidos’i en la mano, una pequeña pero ponzoñosa pistola que se ha llevado a no pocos.

-Ajúma ndéve (15) –le dijo mientras le apuntaba con el arma. Rodrigo se abalanzó hacia él y el disparo le dio en la pierna haciéndolo caer al suelo. El despechado ya estaba listo para rematar a su antagonista cuando los amigos del herido pegaron el grito de auxilio.

-¡Álvaro! –vociferaron al unísono.

Hasta ese momento, el joven suboficial no se había percatado de lo que estaba ocurriendo, pues el disparo de un calibre 22 bien puede pasar por el sonido de algún juego de pirotecnia para niños. Aquella mole de pelo castaño claro y ojos verdes era conocido por sus dotes para las artes marciales y no había quien pueda con él. Al escuchar su nombre, giró la cabeza y vio a su amigo tendido en el suelo. Corrió hacia él para auxiliarlo y se arrodilló a su lado para verificar cómo estaba. Luego, dirigiéndose al pistolero, reclamó.

-Mba’e pio la ejapóva nde rapicháre (16).

-Ajapivéta katu (17) –le respondió mientras se tocaba el pómulo amoratado. Apenas Álvaro hizo el primer movimiento para levantarse, un certero tiro le dio directo en el corazón.

–Chéve la che japíva (18) –dijo mientras se desparramaba en el suelo. El tirador miró por última vez a su víctima y huyó corriendo.

-Oî ojejapíva, oî ojejapíva (19) –circuló rápidamente la llamada de alarma entre el bullicio. El herido fue llevado en un taxi de hospital a hospital, donde fue sucesivamente rechazado hasta que su corazón sucumbió ante el venenoso proyectil del veintidos’i, que caprichosamente se anidó en el ventrículo izquierdo.

 

***

 

El 22 del segundo mes de aquel año de fines de los noventa el suboficial de la Armada de 22 años que vivía en la casa número 222 de una calle de la ciudad de Villa Elisa fue asesinado con una pistola calibre 22. Aún hoy algunos en su familia sospechan que hay algo oculto detrás de la omnipresente cifra, pues no es el único en el barrio que ha sucumbido bajo el signo de esa combinación.

No deja de resultar curioso, por lo demás, que este cronista haya azarosamente decidido escribir sobre esta historia justo este año 2022, aunque el objetivo inicial solo fue recordar aquel viejo refrán que reza que, una vez dormido o presto a dormirse, no se debe salir más, salvo que se trate de una urgencia.

Finalizadas las pompas fúnebres, los camaradas del difunto prometieron venganza. Tiempo después se supo que el verdugo murió en su ley.

 

Notas

 

(1)    Ya estás tomando ya otra vez cerveza, chiquilín. No tomes. ¿Cuántas veces te dije eso?

(2)    Vamos esta noche al Bosque.

(3)    ¿Qué, a mil guaraníes la puñalada?

(4)    Dale, vamos.

(5)    Vamos a tomar un poco más y después vamos.

(6)    Dale.

(7)    Álvaro ya está durmiendo. Él no va a salir.

(8)    Por favor no te vayas, mi hijo. Vos ya estabas por dormir. Este día ya terminó para vos. Muchas veces así quieren ocurrir desgracias.

(9)    No te preocupes, voy a regresar temprano.

(10)  Vamos.

(11)  Ahora yo voy a bailar con ella.

(12)  No, andate de acá.

(13)  Voy a regresar por vos.

(14) Expresión en guaraní que se utiliza para ahuyentar a los perros.

(15)  Ya vine por vos.

(16)  ¿Qué le hiciste a tu prójimo?

(17)  Le voy a volver a disparar.

(18)  A mí es a quien disparaste.

(19)  ¡Hay un hombre baleado!, ¡hay un hombre baleado!

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